"ZOMBIES/NO-MUERTOS" de MAGENTA OBSTINADO

25 de abril de 2010

Todavía no eran ni las doce del mediodía cuando Gabriel decidió parar el coche en el primer pueblo de más de cuatro casas junto a la carretera con el que se cruzó.
Llevaba un par de horas conduciendo, intentando recordar detalles de su infancia, pensando que tal vez así reconocería algún camino hacia la casa en la que había pasado los primeros años de vida con su abuelo. Pero en el fondo sabía que tarde o temprano tendría que parar a preguntar. Aparcó en la calle principal y se puso a caminar hacia lo que supuso era el centro, donde veía asomar las torres de una iglesia. Curiosamente, no había ni un alma en la calle. Era domingo, cierto, pero todas las puertas estaban cerradas, las persianas bajadas y el único bar que vio, tenía las luces apagadas y un grueso candado en la puerta.
Tal vez fuera un lugar muy religioso y sus habitantes estaban en la misa de la mañana, así que continuó su camino hacia lo que empezaba a distinguir como un campanario, que debía estar a punto de sonar para dar las doce.
Llegó a una plaza pequeña con una fuente cuadrada en el centro, la iglesia en un lateral y lo que parecía ser el ayuntamiento, enfrente. Uno de los lados del espacio rectangular, estaba abierto a una larga carretera que llegaba a la falda de una montaña cubierta de árboles hasta su misma base. Al mirar con atención, se dio cuenta de que de entre los últimos árboles ya más separados, parecía salir una comitiva que se dirigía directamente hacia él.
Por eso no había nadie. Debía ser una fiesta popular como tantas otras que todavía pervivían en lugares pequeños y alejados de las ciudades como aquel. Decidió sentarse en el borde de la fuente a esperar, para abordar a alguna persona de cierta edad y preguntar por Fontiña, un lugar que posiblemente a día de hoy no existiera como tal, pero que al menos pudiera guiarlo hacia su antigua localización.
Mientras la hilera de hormiguitas se acercaba lentamente, sacó de la mochila de la cámara de fotos, una libreta de dibujo y un rotulador fino y se puso a trazar en unas cuantas líneas un esbozo de la iglesia que tenía delante. Siempre que dibujaba, ponía en orden sus pensamientos. Hoy lo asaltaban recuerdos fugaces de su abuelo pintando en el salón una y otra vez el paisaje que veía por la ventana. Llegó a tener cientos de cuadros de la misma vista en distintas estaciones del año. Decía que si algo era perfecto, por qué buscar más lejos. Y para él, cada cuadro era completamente distinto al anterior.
Ahora que se sentía más cerca de su abuelo que en los últimos treinta años, recordaba con más detalle cómo de pronto su salud había empezado a deteriorarse y cómo su pulso ya no le permitía pintar, ni prácticamente levantarse de la cama. Una mujer empezó a ir todos los días a cuidar de ambos y todo fue a peor en muy poco tiempo. Su abuelo fue la primera persona que le habló de la muerte. Le dijo que moriría pronto y que él por fin podría volver con sus padres, unos desconocidos que a Gabriel poco le importaban. Para hacerlo sentir mejor le contó que en un pueblo cercano habían descubierto la forma de despertar a los muertos, que él mismo lo había visto cuando era pequeño, cómo se levantaban de sus ataúdes y volvían a la vida. Pero cuando un día ya no despertó y la enfermera le cubrió la cara con la sábana, nadie lo hizo levantarse ni lo devolvió a ningún sitio. Lo odió por hacerlo desear verlo despertar el día del entierro.
Estaba tan concentrado en sus recuerdos que no fue consciente de la cercanía de la comitiva hasta que el ruido de cientos de pasos lo sobresaltó. Un gran grupo de personas precedidas por un cura con una cruz en la mano se dirigían hacia la iglesia portando ataúdes abiertos con sus muertos dentro, con las manos cruzadas sobre el pecho y los ojos cerrados, arreglados para el gran día. Le pareció una costumbre bastante macabra y prefirió hacerse a un lado para no estar tan cerca de los ataúdes, no tenía el mejor de los ánimos para contemplarlo en toda su plenitud. Aunque sí quiso sacar la cámara y hacer algunas fotos, para que no creyeran que estaba loco cuando volviera a casa.
El cura llegó el primero a las escaleras de la iglesia, y como un director de orquesta, hizo gestos con las manos para que los portadores dejaran los ataúdes en el suelo, cosa que hicieron obedientemente. De pronto, todos los vivos se pusieron de rodillas, juntaron sus manos y se pusieron a rezar, a media voz, cada uno a su manera y sin seguir una oración común, mientras el cura mostraba a todos la cruz que tenía en la mano y se acercaba a los muertos, ataúd por ataúd y les tocaba los ojos, la boca, la frente y les posaba la cruz sobre el corazón, ante lo cual, el difunto abría los ojos, se levantaba y entraba directamente en la iglesia. El párroco repitió exactamente los mismos movimientos ante cada uno de los féretros, hasta que todo el que allí estaba congregado pudo alardear de hallarse entre los vivos.
Los orantes entonces se levantaron y también comenzaron a entrar en la iglesia, pero esta vez el cura iba detrás, ayudando a levantarse a las personas de edad que lo necesitaran, cerrando el grupo para ser el último en entrar. Al levantarse de recoger un clavel del suelo, vio a Gabriel, medio escondido tras una columna del ayuntamiento, con los ojos muy abiertos y cara de espanto. Le hizo señas para que se acercara. Por algún motivo, fue incapaz de no obedecer y fue hacia él despacio, mirándolo fijamente.
Lo has visto todo, ¿verdad? – dijo simplemente él.
Gabriel no contestó. El cura le puso el brazo sobre el hombro cariñosamente para conducirlo hacia la entrada de la iglesia.
Ven conmigo. Debes olvidar tu vida anterior. Ven. Ahora te quedarás con nosotros. Ven…
Entraron en la iglesia. Y cerraron la puerta.

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