No podía comer nada más. pero apartó al perro a un lado y cogió el último pedazo del pastel. Ese fue el detonante para que su organismo decidiera rebelarse en su contra. Empezó a encontrarse mal, sudaba, le rugían las tripas. Unos calambres horribles le pellizcaban las entrañas y se sentó en una silla sujetándose la barriga. Le costaba respirar. El corazón intentaba salirse de su pecho, le golpeaba los oídos, la cabeza a punto de estallarle.
El miedo duró unos instantes eternos. Su alma peleaba por abandonar aquel cuerpo y no sabía por cual de aquellos dolores decidirse. Fue como si le estirasen desde dentro en todas direcciones hasta el límite de romper su cordura. Se desmayó y nunca más volvió a despertarse.
Empachado, así murió Oscar Castillo, como si de una broma de mal gusto se tratase.
Ahora estaba allí, desnudo, sentado en un comodísimo sillón. Pensó que debería estar preocupado, o asustado, pero el miedo había quedado atrás junto a su cuerpo sin vida. Tenía que aceptar las cosas; estaba muerto, ¿y qué? Cualquier cosa le parecía mejor que aquellos instantes durante los que su alma abandonaba su cuerpo. Había sido una muerte estúpida, de eso no dudaba, pero tampoco le preocupaba demasiado. No tenía parientes cercanos, ni novia, ni buenos amigos. Estaba arto de su trabajo y de su jefe, y no creía poder seguir pagando su coche ni su factura de internet durante otro mes.
Echó un vistazo a su alrededor. No alcanzaba a ver el alto techo que se perdía en la luz blanca que lo iluminaba todo. El suelo estaba forrado de algún material elástico agradable al tacto de sus pies descalzos. La estancia era gigantesca; las paredes una interminable muralla de color ocre que se perdía más allá de donde podía ver.
A lo lejos se acercaban dos extraños personajes balanceándose pesadamente de un lado al otro al andar, como patos. Eran dos hombres muy obesos, con los pliegues de su carne envolviéndoles todo el cuerpo, capas y capas de grasa superpuesta. La cabeza y la cara tenían la apariencia de una vela de cera derretida; la frente y las mejillas enormes, los ojos, diminutos, perdidos en un borrón de carne mal definida, y ni un solo pelo en la piel amarillenta. Como Oscar, también iban desnudos, pero al contrario que su desnudez natural, aquellos seres parecían obscenos, cada uno de ellos con unos genitales masculinos y unos femeninos, deformes, hinchados, retorcidos. Llegaron hablando distraídamente entre ellos, la lengua gruesa asomándose como si tuviera vida propia. Uno sujetaba un cuaderno y varios papeles. Se detuvieron frente a él y siguieron con su charla sin prestarle demasiada atención. Leía en voz alta el bloc:
- Oscar Castillo. Hombre. Blanco. Treinta y seis años. Pelo castaño y corto. Mal afeitado. Sin pendientes ni tatuajes- al final, los ojos de ambos dejaron de pasearse del papel a su figura y se posaron en él-. ¿Cómo se encuentra? ¿Desorientado?
Oscar se encogió de hombros. Aquellos personajes seguían sin prestarle verdadera atención. Pensó que era como estar en el dentista, te examina mientras tú le cuentas tus problemas y él finge escucharte, interesado únicamente en qué gran tesoro va a encontrar esta vez en tu boca.
- Muy bien Oscar, tenemos que hacerte unas preguntas. Responde con pocas palabras y de la forma más rápida y concreta que puedas. ¿Sabes por qué estás aquí?
- Estoy muerto.
- Bien. ¿Qué crees que te pasará ahora?
- No lo sé.
- ¿Fuiste bueno durante tu vida?
- Creo que si...
- Vamos, seguro que hay algo de lo que no estás orgulloso ¿no?
- Mmm, no.
- No puedes mentirnos.
- Bueno, una vez le deshinché las ruedas al coche de una profesora. Cuando lo puso en marcha perdió el control a los pocos metros y se fracturó la nariz y alguna costilla- se miraron los dos personajes y estallaron en una incontrolable carcajada mientras Oscar los observaba asombrado.
- Jajajaja- las dos masas de carne no podían dejar de reír-. Oscar... era una broma- intentaban frenarse secándose las lágrimas de los ojos. El interrogado no podía creérselo.
- ¿Pero qué hago aquí?
- Tú no haces las preguntas amigo, solo respondes.
- No entiendo nada. ¡Decidme que hago aquí!
- Estás muerto- un silencio, luego otra explosión de risas-. Oscar, ¿crees que hay alguna cosa que debas terminar al otro lado?
- Creo que no.
- ¿Algún ser querido que te necesite?
- Pues...- pensó en su perro, pero no se apreciaban demasiado uno al otro.- ¿Para qué es todo esto? ¿Por qué tanta pregunta?
- Tranquilízate Oscar. Estamos aquí para averiguar si mereces una segunda oportunidad. Hay alguien por aquí que quiere enviarte de vuelta a tu vida, puede que tengas un billete de vuelta. Es algo largo de contar y, sobre todo, muy complicado de entender. Hay demasiados intereses sobre las almas. Ellos dos se divierten muchísimo con sus apuestas.
- ¿Ellos dos?
- Si. "ELLOS".
- Oh.
- No tenemos demasiado tiempo. Contesta con una sola palabra. ¿Qué sentiste al morir?
- Dolor.
- ¿La luz que viste estaba enfrente o detrás tuyo?
- Mmmm no lo sé, creo que...
- Oscar...
- ¡No tengo ni idea! ¡Me estaba muriendo! No me fijé...
- ¡Una palabra! ¿Delante o detrás?
- ¡No lo sé!
- Bueno, sigamos. Di un color.
- Gris.
- Un día de la semana.
- Miércoles.
- ¿Matarías por algo?
- No.
- Vamos, piénsalo. ¿Por que serías capaz de matar?
- Supongo que por hambre.
- Si volvieras a la vida ¿que es lo primero que harías?
- Llamar a mi madre y decirle que la echo de menos.
- Perdona, tu madre está muerta...
- Contrataría a una médium.
- Oscar, los vivos no pueden comunicarse con los muertos a menos que....
- Tampoco se puede morir y volver tras una entrevista como si nada hubiera pasado, ¿no?- ambos lo miraron indignados.
- Creo que la conversación ha terminado- se miraron entre ellos y se fueron por donde habían venido
Oscar se sintió muy cansado. La luz le molestaba, brillaba tanto que se hizo insoportable. Cerró los ojos y se sintió mejor, en paz. Cuando los volvió a abrir estaba en la cocina de su casa. Era una fría noche de marzo en la que el temporal y la lluvia lo habían retenido todo el día sin salir. Sin nada mejor que hacer había pasado la tarde viendo películas y comiendo porquerías. Pizza, Pulp fiction, palomitas, el club de la lucha, helados, Memento, pasteles, y Saw.
Dio un sorbo de agua directamente de la botella y clavó sus ojos en la última porción del delicioso pastel de chocolate. No podía comer más, pero apartó al perro a un lado y cogió el superviviente pedazo de pastel. Se lo acercó a la boca, y cuando lo iba a morder, el perro se lo arrebató y salió corriendo de la cocina. Pensó que la escena la había vivido antes, pero alguna cosa había cambiado.
Cuando iba a apagar la luz de la cocina se lo pensó mejor y abrió la nevera. Sacó una fuente de arroz con leche y la atacó con avidez. Tras varias cucharadas empezó a encontrarse mal, sudaba, le rugían las tripas. Unos calambres horribles le pellizcaban las entrañas y se sentó en una silla sujetándose la barriga. Le costaba respirar. El corazón intentaba salirse de su pecho, le golpeaba los oídos, la cabeza a punto de estallarle.
El miedo duró unos instantes eternos. Su alma peleaba por abandonar aquel cuerpo y no sabía por cual de aquellos dolores decidirse. Fue como si le estirasen desde dentro en todas direcciones hasta el límite de romper su cordura. Se desmayó y nunca más volvió a despertarse.
Empachado, así murió Oscar Castillo, como si de una broma de mal gusto se tratase.
"EMPACHO" de GRIS CENIZA
25 de abril de 2010
Tema: "Empacho"
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2 comentarios:
así es el destino..
si tienes que morir, morirás, de una manera o de otra, no?
Estaba empachado de apatía.
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