"espíritu olímpico" según Gris Ceniza

8 de diciembre de 2008

(1a parte)

Samu estaba sentado en una mesa redonda al igual que los otros cinco desconocidos. Justo encima de ellos una única lámpara de cristal iluminaba de forma desigual la habitación, dejando que el denso humo del tabaco visitara a solas los rincones más oscuros de la sala.
Samuel Delafé no sabía exactamente como había llegado hasta allí.
Tenía un vago recuerdo; en el aeropuerto compró un billete para un vuelo prácticamente al azar. Una vez bajó del avión, se subió a toda prisa en el primer autocar que arrancaba. En el último pueblo del recorrido se apeó, y anduvo sin dirección concreta durante casi dos horas, dejando los restos de la civilización detrás suyo. Por último se adentró en las colinas y atravesó un sendero invisible hasta llegar a aquella cabaña de vieja madera.
Samuel Delafé sin embargo tenía muy claro para qué había ido allí.

A los desconocidos no los había visto nunca antes. Se sentaban como él alrededor de la mesa, y todos se miraban con una extraña mezcla de emociones. Pero había una que se repetía en cada una de aquellas miradas y Samu no terminaba de reconocerla.
Un ejecutivo con camisa y corbata no dejaba de hablar. Reía sus propias ocurrencias, y se daba un aire de importancia, como de cierta superioridad, pero la verdad es que se le veía histérico. Sólo le daba conversación la única mujer de la mesa, una cincuentona enorme, obesa, a la que le temblaban las manos, e intentaba – sin éxito- encenderse un nuevo cigarrillo antes de terminarse el que estaba fumando.
-Muy buenas noches- una voz potente y agradable justo detrás de Samuel les hizo callar a todos-. Soy el señor Bodh, y ustedes son mis invitados. Espero estén todo lo cómodos que se puede estar en un sitio así- el que hablaba era un altísimo hombre calvo. Samu no lo había visto hasta que empezó a hablar, y estaba seguro que el resto de invitados tampoco.
El recién llegado sonreía abiertamente y sus gestos, atentos y educados, hicieron que todos se relajaran un tanto. Todos menos Delafé, que ahora sabía qué emoción había estado viendo en las miradas del resto de invitados: miedo.
Acompañaba al anfitrión un sesentón de pelo grisáceo que le caía en una cascada hasta los hombros. No se separaba de una alta mesita metálica sobre la que reposaba un maletín blanco. A su izquierda un perchero repleto de abrigos, y a la derecha una gran ventana que dejaba ver un cielo oscuro, sin rastro de la luna ni de una sola estrella.
Un hombre con una descuidada barba de naufrago se removía incómodo en su silla. Cogió de encima de la mesa, delante suyo, un cuchillo grande y lo examinó muy de cerca. En la cara de sorpresa del resto, Samu vio que no era el único que no se había fijado hasta entonces en que cada uno tenía delante suyo un cuchillo idéntico y un trapo limpio. Todos los que se sentaban alrededor de la mesa se miraron unos a otros con desconfianza. Samu supo, como había sabido que todos tenían miedo, que alrededor de la mesa todos eran enemigos.

El calvo, ahora de pie junto a la señora, admiraba satisfecho la escena.
-Les ruego que me perdonen, es importante que les recuerde las reglas del juego- apoyó sus manos en los hombros de la gorda y del chino que tenía a su derecha y ambos se sobresaltaron a su contacto-. Un pequeño sorteo determinará quién de ustedes será el primero y empezaremos la rueda- siguió girando alrededor de los invitados, y fue visible el descanso que eso supuso para la gorda y el chino-. Ustedes, queridos míos, en cada ronda tendrán dos opciones durante su turno: jugar o rendirse. Si deciden que es el momento ideal para dejar el juego, les invitaremos amablemente a abandonar la casa. Por el contrario, pueden seguir jugando hasta que el último que no haya tirado la toalla sea el vencedor. Si nadie llega hasta el final, gano yo. Creo que ya tenían todo esto claro antes de venir hasta aquí. Seguidamente les entregaré el contrato que ustedes firmarán voluntariamente y empezaremos sin más- el calvo había rodeado toda la mesa y acabó su discurso justo al llegar al lado de Samuel, al que no llegó a tocar. Levantó las manos en lo que debería haber sido un gesto amistoso y concluyó-. Si alguien tiene alguna duda creo que este es el momento de preguntar.
Samuel recorrió con la vista a los que seguían sentados en la mesa y seguía viendo miedo, pero también excitación, curiosidad, y en algún caso hasta placer. Sabiendo que eran rivales, a Samu le vino a la mente la imagen de una carrera de atletismo en una olimpiada, justo en la salida: los rostros de concentración de los participantes, ansiedad, incluso soledad; cierta fuerza irracional capaz de hacer cruzar los límites del cuerpo humano; el afán de superación; el espíritu olímpico… Samuel Delafé sonrió.
-Perdone señor Delafé pero parece que alguna cosa le resulta graciosa ¿podría compartirlo con los demás si fuera tan amable?- por primera vez el calvo había dejado de sonreir.
-Verá señor Bodh, me preguntaba si podía usted recordarnos para que jugamos…- esto le devolvió la sonrisa al anfitrión.
-Cierto señor Delafé, olvidaba su extraordinario interés por el dinero. Son seis mil euros por pieza. Pero no se preocupe, todo esta muy bien especificado en los contratos. Señor Wickbud por favor…
El hombre de la melena grisacea cogió de la mesita metálica un fajo de papeles y se los acercó al calvo.
-Léanlo detenidamente y si están de acuerdo firmen en las dos últimas hojas, una para ustedes y la otra para mí.
En la mesa el que parecía más complacido por que esto fuera a empezar era un hombre grueso con acento italiano que había permanecido con las manos entrelazadas hasta ahora. Carraspeó y sacó un bolígrafo del bolsillo interior de su chaleco. Samu reconoció otro bulto oculto, una pequeña pistola automática, pero nadie más pareció darse cuenta. El señor Wickbud les entregó una copia a cada uno y volvió a su sitio junto a la mesita metálica.
El primero en firmar sin leer el contrato era un tipo duro, de cabeza y cuellos enormes, de aspecto violento. No había abierto la boca en todo el rato y no dejaba de crujirse los dedos de las manos. No perdía detalle de lo que sucedía en la habitación, como si en cualquier momento tuviera que saltar a repartir mamporros en todas direcciones. Aunque hubiese llevado la camisa abrochada no hubiera podido ocultar los kilos de musculatura, y por si a alguien no le quedaba suficientemente claro, sus ojos y sus tatuajes (incluso en el pecho) parecían decir: “vamos, ponme a prueba”. Además, siendo todos rivales, el tipo duro ya había hecho un buen enemigo; él y el chino no dejaban de mirarse con odio, controlando una creciente rabia que peleaba por salir a flote. Samu llevaba rato esperando verlos saltar y matarse a cuchilladas sobre la mesa, pero percibía que eso, de momento, no iba a suceder.
Cuando Delafé leyó el contrato y firmó, el ejecutivo releía una y otra vez las hojas, como si buscara algún punto invisible, y el chino ni lo había abierto. Todos los demás habían firmado ya. Harvie, el chico de Wall Street, tenía la camisa empapada de sudor, se recolocaba las gafas sobre el puente de la nariz con irritación, y terminó firmando. Inmediatamente después Wang, el chino, abrió el contrato por las dos últimas hojas y firmó. Wickbud recogió todos los papeles y los bolígrafos y se alejó de nuevo.
Ahora Samu ya sabía un par de cosas más: a) seis mil por pieza significaba seis mil euros por dedo; b) él también tenía miedo.

El sorteo fue rápido, unas cartas de poker y el azar decidieron que el primero en jugar sería el italiano, y a partir de ahí seguirían en el sentido contrario a las agujas del reloj, lo que ponía a Samuel en segundo lugar. Los rostros alrededor de la mesa se ensombrecieron, pero el señor Bodh no dejaba de sonreir.
El italiano cogió el cuchillo y miró fijamente el filo, como si con la mirada pudiera comprobar lo afilado que estaba. Extendió la mano izquierda sobre la mesa, tan separados los dedos como pudo, y tras una breve pausa empezó a descender el cuchillo. La expresión del italiano permanecía ajena a todo cuanto estaba sucediendo allí. Sus ojos vacíos de toda emoción contrastaban con los del hombre de la melena gris, que brillaban con vida propia, devorando la escena con avidez.
Luigi DiLucca se cortó un dedo a la altura de los nudillos. Su cuerpo no reaccionó; si acaso sus cejas se levantaron durante un segundo como si no terminaran de creerse que había sido capaz de hacerlo.
Inmediatamente el señor Wickbud tapó la mano con una gruesa toalla y prácticamente no vieron más sangre que la que empezaba a teñir el paño. Cogió el dedo con otra toalla y lo depositó en una cajita de cristal de forma esférica. El chino parecía no querer mirar; la gorda se tapaba la boca pero no podía apartar la mirada; mientras que el ejecutivo se había quedado literalmente con la boca abierta. Wickbud dejó la cajita justo en el centro de la mesa, con el dedo ensangrentado a la vista de todos, y volvió junto a la mesita metálica.
-Enhorabuena señor DiLucca es usted nuestro primer valiente- dijo el anfitrión-. Ya tiene usted asegurados sus primeros seis mil euros, siempre, claro, que aguante hasta que el turno vuelva a usted otra vez, entonces usted podrá escoger entre cobrar o seguir jugando.
Todos continuaron observando la cajita y el dedo con enfermiza obsesión. Era repugnante tenerlo allí delante, pero más aun la idea de que poco a poco se iban a ir juntando dentro los dedos de todos ellos, hasta que hubiera un ganador.


Samuel tragó saliva con dificultad y todas las miradas se dirigieron sobre él. Una mano invisible ralentizaba sus movimientos pero consiguió coger el cuchillo y mantenerlo a la altura de sus ojos unos instantes. El reflejo de su rostro le miraba desde el plano del cuchillo y por un momento Samu creyó que los ojos que le observaban con tanta serenidad no eran los suyos. Un instante después tenía a Wickbud al lado y una toalla le cubría la mano. De nuevo todas las miradas se centraron en la cajita de cristal, ahora con dos dedos en su interior.
Samuel estaba paralizado. No entendía como había sucedido. Ni había dudado qué dedo cortar, ni tan siquiera había sentido dolor. Era como si él no hubiera tomado la decisión, ni hubiera cortado, ni que el dedo fuera suyo.

La señora obesa empezó a toser bruscamente. Se tapaba la boca intentando contener las arcadas. Su cuerpo se agitaba violentamente y su papada parecía que iba a salir despedida para caer sobre la mesa.
-Bien, bien. Parece que empezamos la ronda sin dudas- Mr.Bodh sonreía-. Señorita Flowart es su turno, si es usted tan amable…
La señora tosía cada vez con mayor esfuerzo, era un ataque de tos brutal.
-Se encuentra bien señorita Flowart?-los ojos del calvo parecieron agrandar la sombra de su sonrisa.
Entonces ella vomitó. Una masa de líquido amarillento brotaba de entre sus dedos pegados a la boca. Resbalaba por su mano, por la barbilla, la enorme papada, y el generoso escote. Los miró a todos entre avergonzada y aterrorizada, mientras todos la miraban a ella. Otra convulsión más. Su pecho y su cuello se contrajeron hacia adentro y entonces su estómago quiso salir a través de su boca. Vomitaba una masa viscosa a excesiva presión. Sus ojos desorbitados miraban al techo, luego miraron a sus compañeros de mesa pidiendo ayuda en silencio, pero nadie se movió.
Tras un par de interminables minutos se quedó vacía por dentro. Se enjuagó la boca con el dorso de la mano y pidió disculpas. Wickbud pasó una de sus toallas limpias y un instante después parecía que nada hubiera ocurrido con la gorda.
Ella, con el rostro desfigurado por el esfuerzo, miró al calvo y éste le devolvió la mirada dirigiendo su vista hacia el cuchillo que esperaba enfrente de ella. Hizo el gesto de cogerlo pero con la mano congelada en el aire pasó la vista por todos sus rivales y la volvió a bajar hasta su regazo.
-Creo que no me encuentro bien- susurró. Empujó la silla hacia atrás y se puso en pie con dificultad.
-Parece ser que la señorita Flowart se muestra indispuesta y prefiere dejarnos- la sonrisa del calvo continuaba allí pero sus ojos chispeaban con ira. Ella le devolvió la sonrisa, se volvió a disculpar argumentando algo sobre su salud, y movió su enorme cuerpo a una velocidad imposible para alguien de su tamaño hasta llegar a la puerta. La abrió, cogió su abrigo, y salió sin mirar atrás, sin que nadie pudiera añadir nada más.





(el que quiera leer la 2a parte solo tiene q pedirlo via coment, xq pensé q era demasiado largo para colgarlo todo aqui)