"MATAR A ALGUIEN" SEGÚN NEGRO SABLE

23 de enero de 2008



“Aquella era la caja en la que estos últimos días había estado guardando cuidadosamente los recuerdos que debían ser olvidados. Pero por lo visto, aquella caja se estaba quedando pequeña.

Era una caja de granito negra. Casualidad o no, se parecía en sobremanera a la idea de “caja de Pandora” que tenía en mi mente cada vez que escuchaba aquel épico y magistral relato. La base era rectangular, de unos 20 centímetros de ancho, 30 de largo y 15 de alto. Sobre esta base, una cubierta semicircular en forma de media punta de cañón que cerraba con un cerrojo clásico plateado.

Sé que la caja en sí no era demasiado grande, pero en su momento pensé que era lo suficientemente grande como para guardar todo aquello que quería olvidar.

Al principio, cogí todo aquello de gran tamaño y que quería olvidar y lo quemé. Recogí las cenizas, y las coloqué en una vasija de cerámica que fue directamente a la esquina superior derecha de la caja. Y después, las cosas pequeñas y aquellas que no podía eliminar de otro modo, las recopilé y guardé en aquella caja de forma ordenada, para poder optimizar al máximo el poco espacio del que disponía. Pero poco a poco, conforme pasaban los días, iba recopilando más y más material a olvidar, todas aquellas cosas que me rememoraban a aquel ser humano fatal que me había destrozado la vida, tantas, que no pasó mucho tiempo hasta que tuve la caja llena.

Cuando creí tenerlo todo guardado, coloqué la caja en el desván de mi vieja casa de estilo victoriano, olvidada entre trastos inútiles y viejos, tan inútiles y viejos como aquellos recuerdos.

¿Por qué no podía sencillamente tirar aquellas cosas? Pues al igual que aquellos trastos inútiles y viejos con los que compartía estancia, aquella caja llena de recuerdos formaban parte de mi historia, y algo en mi interior me impedía sencillamente despojarme de aquellos recuerdos.

“¿Quién sabe si más adelante me servirán?”, me preguntaba. Pero no quiero malgastar más líneas sobre el por qué y la razón de existir de aquella caja llenar de recuerdos a olvidar. Sencillamente estaba allí y sentía que se estaba quedando pequeña.

El verdadero problema era el por qué se estaba quedando pequeña. Como si se tratase de una mortal tarta, los recuerdos habían fermentado en el interior de aquella caja y habían empezado a ocupar todo el espacio. Estaban a punto de reventar y por ende, la caja se había quedado pequeña. Es curioso, pero cuanto más quería olvidar aquellos recuerdos más espacio ocupaban en mi mente, más difícil me era conciliar el sueño y adaptarme a mi nueva vida. Mi vida sin aquella persona funesta y de crueles intenciones que me lo dio todo en primera instancia y que a continuación me lo quitó todo.

¿Qué había en aquella caja? Pues las cenizas de ropa y otros utensilios como ya dije antes, además de fotografías, cartas, recuerdos, dibujos… “Chorradas” dirán muchos. Pero para mí eran las 10000 piezas de mi puzzle personal, un puzzle complejo de armar y que una vez formado, mereció ser relegado a las tinieblas.

Me iba asfixiando en mi propia existencia. Por las noches aquella caja se me aparecía en sueños (o pesadillas, mejor dicho). De su interior salía un rugido atroz que me obligaba a regresar a por ella y abrirla. ¡A regresar a aquellos recuerdos!

La angustia de mi ser aumentaba día a día y era consciente de que si seguía así, acabaría loco. Así que mi disyuntiva apareció bien pronto: “¿Abrir la caja y volverme loco o volverme loco y no abrir la caja?”.

Dejé de salir de casa. Dejé de comunicarme con otras personas. Mi vieja casa empezó a llenarse de mierda. Las paredes se encogieron y la luz dejó de entrar a través de mis ventanas. Y yo pasé de leer libros, ver películas y cultivar mi cerebro con mil temas a encerrarme en mí mismo con una única pregunta: “¿Abrir la caja y volverme loco o volverme loco y no abrir la caja?”.

Pero cosas del destino (o de una siniestra mano que a todos nos empuja hacia el abismo), aquel día 1 de noviembre a las 17:22, la diluviana tormenta que azotaba la región inundó mi casa y al calar la vieja madera del desván, la pudrió y rompió, dejando un feo boquete en el techo de mi salón a través del cual cayeron varios litros de agua y trastos polvorientos, entre ellos, la fatídica caja.

No me lo podía creer, pero ahí estaba, ante mí, una caja que me miraba como mira el lobo antes de atacar, que me reclamaba como aquellas sirenas reclamaban a Ulises y que me obligaba a actuar. No podía resistirme, pero quería resistirme pues aún no había contestado a aquella pregunta atormentadora que en las últimas semanas me había apesadumbrado.

Y cuando todo parecía que mi tentación permanecería ante mí hasta que pudiese aclararme, el cerrojo de la caja, seguramente fruto de la humedad, cedió y permitió que todos aquellos recuerdos que debían ser olvidados se fugasen. ¡Se había abierto la caja de Pandora!

Mi cuestión metafísica y existencial ya no tenía sentido, pues al final, la caja se quedó pequeña y reventaron los recuerdos. Uno a uno, todos volvieron a mi mente con mayor presencia si cabe que cuando los encerré. Aquella persona de la que tanto tiempo había intentado huir, volvió a mi mundo y seguramente, ya no podría escapar.

Sus ojos volvieron a mirarme, su sonrisa era más malévola que nunca, su rubio cabello era suave como el de un gato y sus manos… ¡ay sus manos! Sus manos seguían llenas de sangre.

Lloré desconsoladamente aquella tarde, y aquella noche, y aquella mañana… Por suerte, siempre fui una persona lúcida, una persona capaz de planearlo todo hasta el más mínimo detalle. Mi inteligencia (perdonen mi falta de humildad) estaba por encima de la media, así que en un arrebato de lucidez recurrí a ella y filosofando me di cuenta de que la solución no era encerrar los recuerdos, pues estos tarde o temprano, regresarían a mí tal y como quedó demostrado. ¿Mi solución? La muerte. Matar a aquella persona era la cruel pero única salida a mi problema. Matarle, mi nueva obsesión.

Puede que el haberme hecho daño y el formar parte de mi pasado no fuese motivo justificable para muchos para cometer un asesinato, pero en mi situación, créanme, era la única solución. La única vía de escape. Eso sí, todo tenía que salir bien.

Pasé las siguientes semanas elaborando un plan. No era capaz de salir de casa, así que tuve que apañarme con lo que había por ahí.

Al final lo tuve todo bien atado: el arma, la hora, la fecha y el lugar. Y por supuesto, la coartada.

El arma: utilizaría una espada. Mi vieja katana, un peligroso fetiche que me regaló aquella persona que ahora sería la víctima de su propio regalo.

La hora: las 17:22, en honor a la hora que marcaba en mi antiguo reloj de pared desde que la inundación destrozó mi casa y me abrió la caja de los recuerdos a olvidar.

La fecha: el 14 de enero, en honor a la fecha en la que según el calendario azteca, moría el pájaro sagrado.

El lugar: evidentemente, mi casa. Tendría que atraer a mi víctima hasta aquí pues yo ya no era capaz de salir, pero lo tenía todo calculado. Mi víctima, aparecería el día y a la hora indicados.

A penas faltaban unos días para que culminase mi plan y pudiese librarme definitivamente de aquella persona y de todos los aterradores recuerdos que me reportaba. Así que me puse manos a la obra y lo preparé todo bien.

Finalmente, llegó el día. Subí corriendo al desván. Estaba destrozado. El olor a podrido fruto de la inundación era asqueroso. Pronto descubrí el agujero a través del que semanas atrás cayeron sobre mí todos aquellos trastos viejos e inútiles. Miré detenidamente hacia abajo a través de aquel boquete de madera podrida, hasta que en los cristales de espejo que detenidamente había colocado debajo, aprecié la figura de aquel ser diabólico, mi víctima. Justo a tiempo: las 17:22. Justo en el lugar determinado. El día del juicio. Y por supuesto, la katana en mi mano.

En cuanto la katana reflejó su rostro, caí a través del agujero y lancé mi más certero ataque, atravesando su pecho.

Sangre, mucha sangre. Todo estaba salpicado de sangre. Sangre en el suelo, sangre en la espada, sangre en mis manos, sangre en mi cara y sangre en mi pecho. ¿Sangre en mi pecho? Sí, sangre en mi pecho…Dígame doctor, ¿murió finalmente?”





- ¿Qué opina usted? –le preguntó didácticamente el doctor.
- Pues… creo que este tipo esta zumbado.
- ¡¿Zumbado?! ¿Qué está zumbado? –recriminó enérgicamente el doctor a su joven ayudante- No creo que “zumbado” sea un término que aparezca en las lecturas recomendadas por la cátedra de psiquiatría.
- Discúlpeme –dijo el joven ayudante encogiéndose de orejas- Ha sido una desafortunada broma. Ahora en serio, yo creo que el paciente es un claro ejemplo de personalidad esquizotípica con aparentes signos de esquizofrenia catatoide. No podemos estar 100% seguros hasta que no le hagamos las pruebas pertinentes, pero eso explicaría su paranoia, conducta agresiva y antisocial y aquellos aletargamientos que el sujeto relata como fases de inactividad motriz. Eso unido a sus antecedentes por homicidio…
- Veo que ha hecho los deberes. Diría yo que se encuentra en un estado avanzado de la degeneración, aunque si ha sobrevivido a esa perforación en el pecho, quién sabe si se recuperará de esto también…-dijo el doctor al tiempo que premiaba al joven ayudante con una palmadita en la espalda- Bueno, y ahora ¿vamos a tomar un café? Creo que nos lo hemos ganado.

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