"MATAR A ALGUIEN" SEGÚN GRIS CENIZA

23 de enero de 2008



Aquella era la caja en la que estos últimos días había estado guardando cuidadosamente los recuerdos que debían ser olvidados. En ella metió todas sus debilidades, todos aquellos detalles que le podían hacer echarse atrás. Tenía que ser fuerte si quería consumar su obra maestra. Pero seguía mirándola de reojo, incapaz de olvidar la tentación de abrirla.

Se levantó (ya iban tres noches sin apenas dormir en aquel estrecho sofá), y corrió la persiana permitiendo que unos pocos rayos de luz exterior entrasen en aquella habitación. La estancia, enorme y espaciosa, era en realidad un sótano destartalado. Una única ventana situada en lo más alto de la pared daba al exterior. Subiendo a una silla, se podía mirar a través de ella y tener una visión del desértico paisaje desde el nivel del suelo.

Descuidadamente se pasó los dedos por el pelo, alisándoselo, mas por costumbre que por arreglarse. Ni tan siquiera se le pasó por la cabeza la idea de tomar un baño, de mirarse en un espejo, o cambiarse de ropa.
Una de sus manos se perdió en un bolsillo buscando un cigarrillo, lo encendió y se quedó así varios minutos, con aquel veneno colgando de los labios y observando sus manos con infinita paciencia.
Aquellas manchas resecas nunca se despegarían de él. Puede que con algún producto químico salieran de su cuerpo, pero nunca podría borrarlas de su alma. Serían el testigo perfecto de su éxito, o de su fracaso…
Además, notaba que estaba envejeciendo a una velocidad alarmante. Pero no le preocupaba en exceso. Aquellos días todo había cambiado tanto que las cosas normales le parecían lejanas, los actos extraños eran vulgares, y a las acciones atroces las miraba con aburrimiento. Nada le importaba ya, solo aquel nuevo reto, aquel inmenso placer; como un desafío del que crees tener la respuesta incluso cuándo no han terminado de planteártelo.

Un chisporreteo eléctrico acudió al rescate de los pocos rayos de sol. Un par de flashes, y los fluorescentes quedaron encendidos. Justo en el centro de las cuatro paredes, una gran silla de dentista le daba la espalda, pero no necesitaba ver más. Conocía la escena de memoria; era todo lo que había visto en tres días.
Se acercó despacio, casi con temor a aquel bulto que ocupaba la silla. Una moqueta de desorden cubría el suelo. Montones de libros, recortes de periódicos, y revistas de fotografía esparcidos al azar. Por el camino sorteó algunos cd´s musicales y varias latas de coca-cola vacías.

De la silla provenían unos gemidos apagados, como un ronroneo suave y monótono. Una canción de cuna con quejidos por versos.

A tres pasos de allí el hedor era insoportable. Debería estar toda la habitación impregnada, pero después del tiempo que llevaba ahí metido, casi no lo notaba. Era parte de su obra y había aprendido a convivir con aquel olor, a respetarlo, a entender su mensaje. Solo al acercarse tanto le asaltó violentamente en su olfato, y le golpeó en su memoria; reviviéndole con mayor exigencia el recuerdo de las prácticas de los últimos días.

Estaba tal como la había dejado la noche anterior, aunque poco podía haber hecho; una gruesa cinta de color plateado le ataba muñecas y tobillos a la silla. Posiblemente el refuerzo de cinta en el cuello fue necesario al principio, cuando ella empezó a entender que todo aquello iba en serio y no dejaba de contorsionarse, pero ahora bien podía habérselo quitado, ya que toda resistencia hacía tiempo había desaparecido. Simplemente estaba seguro que así trabajaría más cómodo.

Encendió un flexo de luz blanca que daba directo al cuerpo desnudo de la mujer, dónde el sudor y varios productos que le había aplicado le daban un aspecto brillante.
Aun quedaba algo de sangre reseca en su pubis, de las heridas de la rasuración que durante la noche se habían vuelto a abrir.

Al lado de la silla, en una amplia mesa de largas patas, un montoncito de polaroids mostraban el paso del tiempo de esos tres días.
Cogió las de la noche anterior y las repasó una a una. La primera foto marcaba las 17.22h. La última las 03.56h. Una larga sesión en la que tenía que haber sido la puesta a punto final.

Ahora veía el rostro de aquella chica y le resultaba casi irreconocible. Rozaba la treintena. De su aspecto vigoroso y atlético poco quedaba; y si todavía conservaba algo, estaba muy bien oculto debajo de las horas de cansancio y abatimiento.
Desde que se conocieron siempre había lucido una larga cabellera rubia. Después de pasarle la navaja por la cabeza aquel era otro rostro, pero no para él. Seguía siendo el de su amor, pero la estaba cambiando. La convertiría en perfecta, y eso no se lograba con un poco de silicona aquí y un poco menos de carne por allá. La perfección se encontraba en el alma, y solo conocía una manera de hacer asomarse al alma, mediante el dolor.
En las fotografías se veía muy bien el dolor que había producido. Por eso había usado una navaja, porque con unas tijeras todo hubiese sido mucho mas limpio. Esa era su obra, el dolor en estado puro. Y claro, él también tenía que sufrir, por eso escogió al ser que más amaba.

En ese instante ella parecía recobrar el conocimiento.
-Mmmmm- no lograba articular palabras.
-Oh. ¿Así que ya despiertas? Que perezosa eres, siempre lo has sido -cogió una de las cheringuillas que estaban preparadas en la mesilla, le quitó el capuchón y se la clavó, insertándole otra buena dosis de tranquilizante en sus venas-. Verás amor, creo que ha llegado el momento de darte una explicación. No creas que esto ha sido un capricho. Hace tiempo que lo tenía en mi cabeza, pero hasta hace unos días no lo he visto claro.
Ya sabes que siempre me he considerado un artista, un ser especial. En realidad siempre he dicho que todos somos especiales, pero hay gente que no siente interés en mostrarse, y se empeña en seguir al resto. Yo no.
Desde pequeño me he sentido atraído por temas como el arte y la muerte. Cuando aparece la palabra “morbo” se me acelera el corazón, y el significado de “dolor” para mi se mezcla con el de “placer”.
Supongo que después de seis años casados todo esto ya lo sabes, pero es para que entiendas como hemos llegado hasta aquí.
Mis fotos han sido mi mundo, pero nunca han conseguido saciarme del todo. He pensado mil veces que es lo que me gustaría fotografiar, aquello por lo que pagaría por ver, una visión que me diera placer de verdad…
Y vino a mi mente la muerte.
Es imposible fotografiarla, lo se. Y también se que ya se han hecho cientos de fotos de gente muerta. Incluso, supongo, de gente muriendo. Pero pocas veces hemos visto lo que yo quiero mostrar cariño.
Por eso necesito que mueras.
Tu muerte traerá al mundo una serie de imágenes nunca vistas. ¿Tenemos en nuestra memoria los rostros de asesinos mientras mataban? Yo no lo se… Esa cara de placer sádico fuera de toda moralidad; esa parcela enterrada en la locura; esa línea que no podemos visitar todos. Porque nosotros no estamos locos, ¿verdad? Entonces no sabemos lo que ellos sentían. Empiezas a entender ¿no?
Pero quiero ir más allá. Y esta parte no te va a gustar, lo siento. Necesito tu sacrificio, pero tú no eres la estrella de mi obra. Como no podía ser de otra forma, el centro sobre el que todo esto gira soy yo. Ya te dije que soy muy especial. ¡Vamos, vamos! No te lo tomes tan mal. Total, tu ya estabas muerta, lo dijiste el otro día: “estoy muerta desde que me dijiste que ya no me quieres”. La verdad es que solo lo dije para ver la reacción en tu cara, me encanta verte triste, y eso es porque te quiero muchísimo.
Pero eso no es todo, como digo, quiero ir más allá. Imagino el dolor que voy a sentir mientras te mato; veo mi rostro roto de dolor, y creo que quedará grabado todo ese sentimiento en la fotografía. Pura magia. Talento. Vida y muerte.
Mi cara mientras arranco los últimos suspiros de tu cuerpo. Y ahí estará tu parte de culpa en esta obra, tú estarás perfecta. Dolorida, rendida, muerta. Yo en un plano más cercano a la cámara, todo lo contrario: imperfecto, roto de dolor, desesperado, vivo. Esa es mi gran obra. Mi legado al mundo, a la historia, al ser humano, a la vida.

Ella se adormeció de nuevo. Él se rascó la barba de varios días y suspiró. Algunas lágrimas luchaban por salir de sus ojos. Tras un último vistazo a su mujer, se apartó de allí pisando los cúmulos de orín que se deslizaba desde la silla y cubrían el suelo debajo de la víctima, creando un enorme charco.

Ahora que estaba tan cerca de conseguirlo le estaba llegando una extraña sensación a su cerebro. ¿Miedo? No. Era como… como si todo hubiese sido demasiado fácil, y todo lo que tanto le había excitado estos días quedara muy lejano. Resultaba demasiado sencillo matar a alguien. Demasiado aburrido incluso siendo un ser tan querido.

Instintivamente volvió a mirar la caja que descansaba en el sofá. La caja en dónde había escondido todas sus debilidades. Era tan sencillo como abrirla, entender todo por lo que había sufrido para llegar asta ahí, todo lo que iba a perder; entender como le iba a cambiar la vida, y recuperar la fe en su proyecto, la ilusión.

La abrió. Dentro había varios sobres con retales de ropa, anotaciones en papeles mal recortados, viejas fotografías, un certificado médico, varios recibos, y algunos mini botes de muestra de perfumes en los que había intentado encerrar otro tipo de recuerdos. Algunos objetos personales descansaban en el fondo de la caja de cartón. Unas chapas, una pluma estilográfica, un pañuelo femenino, dos anillos y varios pendientes.

Todo aquello no tenía sentido. No le motivaba suficiente. En realidad ella ya estaba muerta, porque hacía tiempo que realmente había dejado de quererla. Eso le entristeció aun más. No le sorprendió darse cuenta que ya no la quería, le sorprendió la rapidez con que aquel proyecto tan osado se desvanecía entre sus dedos.

Volvió al punto de partida; su mujer, su amor, su víctima.

Le pasó la mano por el pelo rapado completamente, rozando algunas costras de sangre reseca. Lo hizo con cariño. Como si quisiera calmar a un niño atemorizado. Sus pechos caían separados, uno hacia cada lado; sus brazos tenían un color amoratado, frío. Los labios habían adquirido una nueva cicatriz, pero nada que ver con la nariz. Se la había partido por tres partes distintas, lo que le costó por lo menos el triple de golpes, porque no quería darlos muy fuertes y destrozársela. Únicamente por el placer de escuchar un hueso roto, para saber que se sentía haciéndolo. Luego le miró la vagina. Visto así, con la mente más tranquila, la falta de labios exteriores no le favorecía nada. Tampoco sería demasiado estética una barriga sin ombligo. Para ser exactos, una barriga con ocho ombligos, ocho agujeros hechos a mano minuciosamente con un destornillador.

Le vino a la mente algo nuevo. Fue de repente, cuándo ya no esperaba nada digno de sorprenderle.
¡Podía crear otro tipo de arte! Claro que si. A aquella mujer, (¿la conocía de algo?), podía regalarle la vida.
Era capaz de dejarla vivir, de que recompusiera su vida. Y todo gracias a él. Gracias a su piedad, a su inspiración fugaz.
El mayor regalo de todos, una nueva vida cuándo has creído que lo has perdido todo. Siempre había sabido que era un genio, pero nunca había entendido que tenía esa clase de don, hacer feliz a la gente. Eso le hacía feliz a él también. Se había sorprendido a si mismo y eso no tenía precio.

Empezó a desatar a la pobre chica que tanto había sufrido, ¡cuánto se lo iba a agradecer! Él la había rescatado, era su salvador y su dios. Se sentó en el suelo, entre el río de orín y apoyó la cabeza en la base de un pequeño armario. Y así se quedó dormido.

Cuándo despertó, comprobó que aquella extraña se encontrase bien y luego cogió su cámara. Recordó todo el bien que había hecho ese día y sonrió. Se tiró una foto. Luego otra, y otra más, con aquella sonrisa de felicidad. Feliz de hacer el bien.
Cambió el extraño carrete de la polaroid y tomó asiento en el suelo, sin dejar de sonreir. Era feliz. Posiblemente nunca lo había sido asta ahora y quería inmortalizar ese momento.

Una foto tras otra con aquella sonrisa angelical.

Estaba viviendo su momento celestial cuando una extraña sensación se apoderó de él. En su campo de visión, en un plano por detrás de la cámara apareció su obra benéfica.
El final sucedió muy deprisa.

Lo último que sus ojos vieron fue el rostro de aquella mujer lleno de rabia que se abalanzaba sobre él, y cómo una gruesa barra de hierro se dirigía hacia su cara.

La última fotografía que calló al suelo mostraba el rostro descompuesto, mudo de terror, de incomprensión e indignación de aquel ser.

1 comentarios:

vomiton dijo...

tiu, cualquiera te da la mano ahora. Me ha sorprendidorr!!