"Despedida de un infiel" según Negro

25 de octubre de 2007

Todos tenemos adicciones, y en la misma medida, porque creo que van unidas de la mano, todos tenemos obsesiones. Soy adicta a ti y estoy obsesionada contigo. Es lo único en lo que, el matasanos ese al que me llevas y yo, estamos de acuerdo.
Esta debería y confío en que acabe siendo mi carta de despedida. Porque ya no creo soportarlo más. No entiendo tu indiferencia, tus constantes humillaciones y tu desafiante mirada. ¿Qué me estas haciendo? Me atiborras a pastillas porque crees que estoy enferma y no entiendes que el único virus del que estoy infectada lleva tu nombre. Eres tú el que me abandonas y ese loco matasanos dice que soy yo la que me alejo. Maldito impostor que osa creer que está dentro de mí y saber lo que siento. Nadie siquiera intuye lo que pasa por aquí. Solo tú eres capaz de advertirlo, pero hace tiempo que te observo y se que miras hacia otro lado. ¿Por qué no me ayudas?

Pretendes aislarme y me martirizas con tus estúpidas creencias de que estoy inmersa en una espiral sin retorno. Tú me has metido en este infierno de preguntas sin respuesta y sigues gritando que soy yo la única culpable de mi agonía.
Te excusas en baratas y viles afirmaciones que ni tu mismo crees y sé que es por esa razón por la que me obligas a hablar con los expertos magos conocedores de la psique humana que ahuyentarán según tú todos mis demonios.

Pero ellos solo susurran palabras inconexas a mi oído, cosas intangibles que no consigo entender. El hilo musical envuelve la habitación con una canción que llega a mí como un lamento. Despacio entra dentro de mí y me fundo con ella. Dejo a un lado todo lo demás pero de pronto algo da una sacudida a mi cuerpo. Me golpea fuerte en el estómago, pero aquí no hay nadie. Estamos solo la canción, que vuelve desde lo alto, lejana, casi inaudible, y yo.
Estoy tumbada y atada de pies y manos con unas correas que desgarran mis muñecas y tobillos con sus afiladas cuchillas a una cama de blancas sábanas. Duele mucho pero puedo soportarlo. Concentra el dolor en mis extremidades mientras mi cerebro descansa unos minutos.
Pero pronto el sufrimiento físico desparece y vuelven las martilleantes luces metalizadas a mis ojos e invaden mi cabecita. Siento mucho, muchísimo frío y un sudor helado perla mi cuerpo y empapa las ropas que me abrazan fuertemente.

Otra convulsión arquea mi espalda y la parte en mil pedazos. Alguien entra corriendo, hay dos, tres, quizá más personas. Todos han salido de su escondite secreto desde donde me observaban agazapados esperando que llegara el gran temblor. Me sujetan y al unísono escupen sus maldiciones en mi rostro. Logro escuchar que dicen: no funciona, es imposible. Acabemos con esto.

Otra dosis con la que opinan conseguiré olvidar y mientras todo se desdibuja ante mis ojos alguien te llama por tu nombre.
Te hacen pasar dentro. Puedo olerte, estás aquí cerca de mí y aunque agarras mi mano con desagrado me siento bien. Me llevas contigo. Mi caballero errante en busca de su damisela lobotomizada me rescata de las fauces de estos lobos de uniforme impoluto que pretenden ahogarme con sus falacias y ungüentos.

Todo vuelve a estar tranquilo y ahora este escenario en el que me encuentro me resulta familiar, pero no consigo atraer recuerdos que confirmen que estoy en casa. ¿Es este nuestro hogar? Silencio. Las luces se apagan pero continúo percibiendo tu aroma y aunque no sé donde me has traído, sé que estoy a salvo y una paz infinita inunda la estancia y me acoge en su regazo.

He despertado de un sobresalto y desorientada. Todo era confuso y deforme, las formas se alargaban y se encogían al mismo tiempo. El espejo me presenta a alguien que no reconozco. Ayer o antes, yo no estaba aquí. Es lo máximo que consigo adivinar. Unos instantes después la ansiedad se apodera de mi espíritu trayendo consigo vagos recuerdos que se proyectan como fotogramas ante mis ojos descocidos. Pero ninguno de esos recuerdos es revelador. Solo son imágenes sin principio ni fin que supongo me pertenecen pero que ya no son mías.

Esta soy yo. Pero algo me dice que no fui siempre así. Pasados unos segundos algo sobrecoge mi pecho. Allí en el suelo decenas, cientos de pastillas nadan al son de la furia que mi boca escupió en algún momento de la noche.

Creo entender que está pasando. Recupero la libreta y el bolígrafo y releo las primeras líneas. Es un adiós, pero no se a quien va dirigido. Son sentimientos para alguien que no conozco.

Vuelvo a la caja de las pastillas, sé que están ahí por algo, como también sé que debo tomarlas por alguna razón y lo hago. Acabo con ellas y acabo con esto.

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