"Reencarnación" de GRIS CENIZA

30 de mayo de 2012


Jürgena estaba agotada. Se sentía impotente, frustrada por las preguntas para las que no encontraba respuestas. Empezaba a odiar estar sentada frente a aquel desconocido. Todo era blanco allí dentro: las paredes acolchadas, los muebles, y la bata del doctor, incluso la ropa que le habían prestado, sencilla, pegada al cuerpo y elástica. Quizá por simple contraste cromático su mirada se dirigía, una y otra vez, hacia la única ventana entre las cuatro paredes; una mancha negra recortada sobre el inmenso lienzo blanco, una visión de la negrura que había más allá de aquella seguridad blanca. Allí fuera solo había el espacio, el vacío, las lejanas estrellas brillantes. La muerte.
      Las tres pantallas que tenían frente a ellos estaban conectadas a la mujer a través de cables que entraban y salían de su cuerpo, transmitiendo información desde la cabeza de Jürgena al ordenador principal, y de éste a las pantallas. El monitor del ordenador solo emitía un baile de cifras, ceros y unos que se repetían y se alineaban de manera frenética. En cambio, en las tres pantallas gigantes solo se veía el fondo blanco del programa de reconstrucción de memoria de la corporación. En alguna de las sesiones anteriores habían conseguido que los recuerdos de Jürgena aparecieran esporádicamente en forma de imágenes. Y sobre eso seguían trabajando.
      De la consola blanca surgió una voz metalizada, una imitación de voz humana que había escogido la computadora del laboratorio.
      -Paciente J-2031-A, vamos a proceder a mostrarle imágenes de algunos objetos que hemos creado a partir de los patrones que hemos recopilado en las otras sesiones.
Jürgena recibió un auténtico impacto con los millones de estímulos mandados a su mente. Le invadió una cascada de visiones, representaciones de la parte superficial de los secretos de su córtex temporal. Pero una vez activadas ciertas neuronas fue sencillo encontrar una ruta hacia el interior de su cerebro. Las pantallas del laboratorio recibieron una imagen clara: una vieja peonza de madera. Automáticamente salieron del sillón de la paciente dos agujas que le inyectaron drogas para ayudarla a relajarse y a que la transmisión de datos fuera fluida. En trance, con los ojos cerrados, su voz acompañaba al río de imágenes que pasaba por las tres pantallas.
      -La peonza la hizo mi padre. No me separé de ella hasta que la perdí jugando por el mercado. Recuerdo sus herramientas, su taller. Podría aseguraros que soy hermana de la madera. Él era un maestro artesano, tallaba figuras con un talento sin igual. Me sentaba en el suelo a verle trabajar hasta que mi madre me mandaba a algún recado. En la calle descubrí que me interesaba más lo que piensan los hombres que lo que son capaces de hacer con las manos. Siempre que podía iba ver a los maestros. Me escapaba de casa para escuchar hablar a los filósofos. Aprendí a escribir y a leer junto a mis amigos. Hicimos un pacto y nació algo grande entre nosotros trece. Queríamos hacer llegar nuestro mensaje al resto del mundo. Teníamos la promesa de un futuro mejor. Se interesaron en nosotros, nos escuchaban, pero está claro que a todos no les interesa la paz. Algunos nos odiaban. Durante la cena nos atacaron nuestros enemigos, y terminé cargando mi vergüenza hasta el monte del cráneo. Allí me dormí, abrazada a mi querida madera por tres clavos. Crucé un mar sin fin, y atravesé las nieblas que separan nuestros mundos, guiada por un anciano silencioso y severo. Me dejó frente unas puertas gigantescas que ardían y exudaban frío a la vez. El perro tenía tres cabezas, y a pesar de la furia que mostraba sentí lástima por él. Pero entré y volví a salir, y lo que vi allí dentro podría llenar milenios de charla, y escribiría cien mil libros en los que nadie creería, y me llamarían loca por inventar tales cosas, y me lanzaríais al espacio en una de vuestras vainas aisladoras. Pero ya no importa. Los hombres ya habéis llegado a las estrellas, y se acerca una nueva era, un gran cambio en vuestras vidas. He vuelto en el momento oportuno, porque alguien tendrá que mediar entre las razas para evitar la próxima gran guerra. El ser humano nunca aprende y vuestra única esperanza soy yo, Jürgena, renacida en la nave Nueva Galilea.
      Abrió los ojos y se incorporó ante el asombrado doctor. Los cables se tensaron y tumbaron los equipos electrónicos que chisporrotearon con un estruendo ensordecedor. La voz metálica de la consola repetía un mensaje de emergencia, pero fue desvaneciéndose y se fundió en la estática global reinante en la habitación. Jürgena abrió los brazos y se estiró, y todos los cables que permanecían atados a su cuerpo fueron atravesándola y convirtiéndose en parte de ella, mitad dios y mitad máquina.

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