"Historia híbrida" de Gris Ceniza

15 de julio de 2008

Pasar, vamos. Pasar y coger sitio, sentaos alrededor mío, dónde podáis.
Este que tengo en mis manos es un cuento como los de antes. En él viajaremos a un mundo fantástico, dónde visitaremos una aldea en peligro y conoceremos a su valiente héroe. Y para que todos estéis tranquilos os adelanto ya que todo tiene un final feliz.
Aunque como se dice allí de dónde yo vengo: “todo depende de los ojos del que mira, o de los oídos del que escucha”.


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Para situar nuestra historia debemos cruzar todos los continentes conocidos, y sobrevolar los inmensos mares del sur, hasta llegar a los confines de la tierra. Es allí dónde se termina el mundo, y justo en sus bordes unas gigantescas cataratas descienden directas al mismísimo infierno. Dicen que en esas corrientes habitan todo tipo de criaturas marinas y gigantescos monstruos escapados del abismo, así que nadie se atreve a navegar por allí. Pero en el último saliente de roca que se adentra en lo desconocido vivía una antigua civilización, los Ahlkuist…

Estos seres mitad ciervo mitad hombre eran criaturas tranquilas, pacíficas, y sobretodo silenciosas. Cualquier sonido un poco estridente les molestaba, y algunos tonos podían dejarles sordos durante varios días, así que casi nunca usaban su voz más que para pequeñas advertencias, cortas y graves.
Habitaban una única aldea de pequeñas chozas de barro, madera y paja. Su sencilla sociedad no necesitaba grandes lujos, ni solía comerciar con otras especies. Se alimentaban únicamente de las plantas que tenían a su alcance y de los frutos de algunos árboles.

La paz y abundancia de su vida se vio alterada aquel verano.
Un calor inusual rasgaba el ambiente. El aire parecía arder dentro de sus hocicos y sus pulmones se negaban a funcionar con normalidad. Primero fue un anciano, uno de los centenarios. Luego los recién nacidos no superaron los primeros días de vida. El calor trajo la sequía, la falta de alimentos, el miedo y la muerte. Asfixiados o desnutridos los Ahlkuist caían uno a uno.

Lo que quedaba del consejo de sabios se reunió para tomar una decisión. Algunos insistían en coger las pocas pertenencias que tenían y salir en busca de un nuevo hogar, dónde el aire caliente no les quemara por dentro y las plantas crecieran para darles de comer. Pero la verdad es que la aldea se encontraba en medio de la nada; sería un viaje muy largo, lleno de peligros, y estaban tan débiles que creían morirían antes por el esfuerzo y el cansancio que por “la plaga”.
Cuando parecía que no había nada que hacer, mientras los sabios miraban a su alrededor en busca de una respuesta, el más anciano de todos ellos hizo un gesto para llamar la atención de los demás. Con dificultad se incorporó y mediante su lenguaje de signos les contó que Dios se había comunicado con él la noche anterior.
Hacía exactamente treinta años que no les había pedido nada. Treinta años de sagrado silencio. La profecía siempre se les aparecía a alguno de ellos en sueños cuando algún desastre amenazaba su sociedad. Su Dios les hablaba, les exigía, y a cambio les devolvía su paz.
¿Pero quién era el elegido para cumplir la profecía?
Miraron todos con temor el antiquísimo altar de piedra negra que dominaba la aldea desde una pequeña elevación del terreno.

Aquí es dónde aparece nuestro héroe. Por alguna extraña razón a Hafka no parecía afectarle tanto la plaga. Se sacaba de encima el aire caliente a resoplidos, y aunque sus compañeros le miraban con desaprobación por el ruido, él se limitaba a sonreírles tímidamente y seguía con su trabajo. Cortaba madera y la cargaba asta la aldea, reparaba chozas, cuidaba a los más débiles, y últimamente era el encargado de trasladar los numerosos cadáveres a la pira funeraria instalada cerca del altar negro. No parecía cansarse nunca, y no había tenido ni una palabra de queja por tener que soportar el peso de un pueblo caído en desgracia.

Una vez la pregunta fue formulada formalmente apareció deprisa el nombre de Hafka. En realidad era el único capaz de intentar una aventura así. No tenían tiempo que perder, así que lo hicieron llamar y le contaron sin palabras que el destino del los Ahlkuist estaba en sus manos. Nuestro héroe solo sonrió tímidamente y partió de inmediato.


Un mes después uno de los más jóvenes lo vio llegar por el sendero principal. Allí estaba Hafka; vivo, con la cabeza mirando al frente con orgullo mientras sus dos grandes cuernos de ciervo atrapaban la luz de la luna. Caminaba erguido sobre sus patas traseras, ni una leve cojera, ni una herida a la vista. Arrastraba tras de sí un carromato de madera, de un solo eje y dos ruedas, que cargaba una extraña criatura de piel blanquecina aparentemente dormida.
Al entrar en la aldea todos sus habitantes fueron saliendo a darle la bienvenida, y cuando Hafka estuvo a la vista de todos levantó el puño apuntando al cielo, el símbolo del triunfo. Entonces, como atravesados por un silencioso rayo, todo el mundo saltó de alegría. Se escucharon entre susurros canciones, la gente se abrazaba, las mujeres lloraban, y los viejos asentían satisfechos. Todo esto sucedía en un controladísimo volumen en el que nadie levantaba la voz, ni las crías jugando, ya que desde recién nacidas el instinto les enseña que el sonido es su enemigo. Todos querían tocar a su héroe, nuestro héroe, que nunca cambiaba su tímida sonrisa.

La extraña criatura tumbada en el carro se incorporó cuanto le permitieron las correas que le ataban una de sus muñecas a la madera. Cuando vio a las crías más jóvenes transformó su rostro mostrando los dientes en un gesto que no habían visto nunca, y los pequeños salieron corriendo asustados. Sorprendido, el ser volvió a cerrar la boca y la tristeza se instaló en su rostro.

Unas horas después Hafka contaba su viaje a la luz de una hoguera, con algunas hojas y hiervas entre sus dientes.

“No sabéis la de cosas extrañas que hay ahí fuera. ¿Peligrosas? Si, supongo que la mayoría. Pero yo intentaba correr deprisa y en silencio, sin detenerme en ningún momento. Pensaba en todos vosotros, y ni las más exóticas bellezas me hicieron dudar. Aunque una vez pasé por un campo de deliciosas hierbas…”
El entregado público soltó una risotada silenciosa, y Hafka siguió con su relato entre signos y cortas palabras graves.
“Según me contó el espíritu que los sabios me entregaron, debía encaminarme hacia el laberinto del silencio. En todo momento sabía por dónde debía andar, y así con su ayuda llegué asta la puerta principal del laberinto. Mmmm, dejadme pensar...
Ah, si. La primera de las pruebas me hizo saltar unas extrañas púas que corrían por el suelo. Parecían tener vida propia, así que no descarto que fueran pequeños animales salvajes o alguna clase de brujería. La cuestión es que me mordían las pezuñas, y como veían que eso no me detenía, se subieron por mi pelaje para morderme en la carne. Así que cogí impulso y con dos grandes saltos encadenados las dejé atrás, y corrí, y corrí lejos, asta que tras varias esquinas me encontré cerrado en un callejón sin salida.”
Lo sabios masticaban raíces, pero las jóvenes crías tenían la boca abierta y no pensaban ni en masticar, tan atentos estaban de la historia.
“… pero él seguía atacándome, y yo ya estaba desesperado porqué no sabía como superar aquella otra prueba. El gigantesco pájaro descendía una y otra vez para intentar picotearme en la cabeza y no podía atraparlo entre mis pezuñas. De repente, de entre unos setos apareció la criatura más terrorífica que jamás haya existido. Andaba erguido, como nosotros, y también tenía patas en el torso, pero éstas terminaban en cinco pequeños apéndices que le permitían coger cualquier objeto con la precisión del diablo. Tenía una gran mata de pelo alrededor de la boca, y sus ojos eran puro odio. Era lo que las leyendas llaman: humano”.
El silencio se hizo más profundo de lo normal. Algunos cuellos de los veteranos se volvieron para mirar la cabaña dónde habían aislado a la criatura blanquecina, de apariencia débil y quejumbrosa.
“Voy a ahorraros detalles violentos, pero os diré que el humano es hijo del mismísimo rey negro. Pelea con una bravura que no corresponde con su tamaño, y a pesar de su poca fuerza y mi evidente superioridad nunca cesó en su empeño. Me arrinconaba e intentaba ensartarme con una larga hoja de metal, sin descanso, sin piedad. Su cuerpo parece hecho para el combate, os lo prometo; su coordinación no es de este mundo y es ágil como un Bleeok. Lo que no puedo explicaros es su instinto, no hay palabras. Es fruto de las relaciones entre dioses oscuros, no hay otra explicación, porque sus ojos decían que le gustaba matar. Ese es el gran poder de los hombres, disfrutan del mal…”
Hafka se perdió en sus terribles recuerdos y permaneció mirando al suelo. Las crías intentaban no derramar lágrimas pero sus sollozos eran evidentes. Las mujeres, incómodas, empezaron a recoger las sobras de la cena, y los viejos estaban serios, muy serios, sin dejar de observar la cabaña dónde esperaba la extraña criatura.
El más pequeño de entre las crías, lleno de curiosidad, preguntó en medio del silencio como había logrado derrotar al demonio humano.
“Los hombres son seres orgullosos, y cometen errores. Me tenía apunto para darme muerte, pero quiso saborear demasiado el momento. Me dio una pequeña opción y la aproveché. Ahora sus restos se encuentran aplastados contra uno de los muros del laberinto del silencio”.
Dicho esto, se incorporó dando por terminada la historia.


Durante todo el día siguiente la aldea se dio un festín como hacía tiempo que no se veía en cientos de miles de kilómetros.
En la puerta de cada choza colgaban adornos hechos con tallos de plantas y huesos de animales, piedrecitas y escarabajos de colores, todo trabajado para las ocasiones especiales. Algunas mujeres aparecían con sacos llenos de flores del valle, unas de un azul intenso, y otras blancas y rojas. El suelo había sido adornado con las enormes hojas amarillas de las plantas cercanas al mar. El aire se impregnaba del olor de las infusiones que una anciana preparaba. Hervía raíces, flores, y otros ingredientes secretos que guardaba en saquitos de hojas especiales, engrasadas para que nunca perdieran su flexibilidad. Sobre un pequeño fuego cocían los sabrosos frutos del árbol sin nombre que durante tantas semanas habían estado racionando por la falta de alimentos. Su fe, su Dios, su profecía, les decía que ahora todo iría mucho mejor.
Así pasaron el día, entre silenciosos bailes, bocados de sabrosos frutos, y bebiendo infusiones embriagadoras. Hafka era feliz y mostraba su tímida sonrisa.

Las horas fueron restándole a la luz para sumarle a la oscuridad. La luna les alumbraba en aquel claro que era la aldea, ayudada únicamente por pequeñas hogueras dispuestas cerca del altar. Y allí esperaba la negra piedra, imponente, fría a pesar del calor, dominante.
El sabio que había visto la profecía en sus sueños les hizo callar. Apoyado en su bastón y con una rápida serie de gestos, les dijo que era la hora de que Dios escuchara sus plegarias. Todos sonrieron. Todos eran felices. Incluso recordaron que hacía varios días que nadie moría en la aldea. Hubo un silencioso aplauso en honor de Hafka, y este respondió con su tímida sonrisa.

Entonces el anciano dirigió su mirada hacia la choza dónde descansaba la criatura blanquecina. Dos de los Ahlkuist se dirigieron hacia allí y desaparecieron en su interior. Otro de los sabios le acercó al joven héroe una caja de cristal, cilíndrica. La aldea entera guardaba silencio, y el viejo del bastón les explicó que aquella caja era la razón por la que Hafka había viajado tan lejos, asta el laberinto del silencio. Dentro del cilindro de cristal vivía una poderosa magia.
Todos se volvieron al escuchar el ligero arrastrar de unos pies. La pequeña y frágil criatura se acercaba a los sabios guiada por los dos escoltas. Miraba en todas direcciones, nerviosa e insegura, pero dar cada paso le costaba un gran esfuerzo. Hafka asió la caja con más fuerza pero mantenía su tímida sonrisa. La criatura de larga melena rubia lo miró fijamente al pasar por su lado, y el héroe no entendió que le decían aquellos ojos, pero estaba claro que no hablaban el mismo idioma que aquel otro ser del laberinto. No conseguía entender que realmente fueran de la misma raza, pero no era momento para dudas, no podía preguntarles a los sabios si estaban seguros, porque ellos lo estaban. Pero él dudaba, había visto al humano y el odio que fluía de su ser no tenía nada que ver con aquella otra criatura.
La acercaron al altar. Ella parecía dispuesta a salir corriendo en cualquier momento pero los dos escoltas la guiaron cada paso asta la piedra. El anciano que había sacado el cilindro de cristal la hizo sentarse. Los ojos de ella buscaban a Hafka, a las jóvenes crías, buscaban algo desesperadamente. Hafka supo que algo iba mal, tenía que detener aquello, pero la extraña criatura había llegado a esa misma conclusión un instante antes que él.
Cuando la querían tumbar sobre el altar, ella abrió la boca y el infierno se desató sobre la aldea.
De su garganta brotó un interminable grito, agudo y penetrante. Asesino. Devastador.
Dolía. Los oídos. La cabeza. Detrás de los ojos. Dolía.
Absolutamente todos los habitantes de la aldea, se agarraron la cabeza, e intentaron taparse los oídos, pero de nada servía. El grito, cada vez más, se les introducía dentro de su alma rompiéndola, ascendía asta un agudo inimaginable, haciendo pedazos su estructura externa también, destrozándolos por dentro y por fuera.

En un último acto de fe, el joven Hafka destapó el cilindro de cristal. El mundo se detuvo en ese instante. No. El mundo no, porque él podía mover sus manos, incluso la cabeza, y allí también estaba la criatura, el humano de apariencia frágil y de ojos mentirosos, con la boca abierta directa al cielo, moviéndose desesperadamente, alejándose despacio del altar.
El silencio. La magia del cilindro era el silencio. Hafka corrió y agarró como pudo a la pequeña criatura. La empujó de vuelta a la piedra negra, y de un golpe le cerró la boca.
Un instante después algunos más se recuperaron y los viejos terminaron de atar a la joven humana. Parecía que había entendido algo, y no debía gritar si quería que la trataran bien. Hafka cerró preocupado el cilindro, ya que prácticamente toda la substancia que contenía se había evaporado.
Ahora ella le miraba con aquellos ojos mentirosos. Decían que no eran un demonio, pero él ya había vivido su ira. Los dos escoltas no volverían a respirar, de sus oídos todavía brotaba sangre. Y entre los viejos aun había algunos que no lograban recuperar el juicio. Pero la criatura era tan… adorable. Tan frágil por fuera. Sus ojos mentían tan bien…Hafka la miraba sonriendo tímidamente.

El sabio del bastón se inclinó sobre ella, y tras una breve oración le mordió en una de las manos. Ella volvió a gritar y el viejo cayó fulminado. Pero Hafka estaba preparado y volvió a abrir el cilindro de cristal. Al instante el silencio volvió a reinar entre ellos. La humana seguía gritando pero no importaba, nadie la oía ya. Algunos más se acercaron al altar dispuestos a cumplir con la profecía.
Hafka miró a la joven a los ojos, y estos se transformaron, eran los mismos ojos del humano del laberinto, llenos de odio y de miedo.
Nuestro héroe sonreía tímidamente, y un instante después su sonrisa se esfumó, convirtiéndose en una horrible máscara salvaje. Se lanzó sobre el rostro de la humana. Tenía que devorar aquellos ojos. Quería acabar con aquel mal. Mordió y mordió con sus dientes planos, costándole una eternidad arrancárselos. Ella aun estaba viva cuando terminó. Con el hocico totalmente ensangrentado Hafka se apartó, dejando paso a el resto de la aldea, ya que todos debían ser parte de la profecía.
Y así entre todos los Ahlkuist se la comieron viva. Los viejos, las mujeres y las crías más jóvenes, alimentándose de su vida, ofreciéndosela a su Dios, cumpliendo la profecía.



Y así termina esta historia.
Como os he dicho: todo termina dependiendo de los ojos del que mira o de los oídos del que escucha…


;)

3 comentarios:

naranja venenoso dijo...

Bravo!! Muy buen relato!! Muy en tu línea... Me ha gustado mucho y me ha enganchado bastante! Muy mágico.

vomiton dijo...

A-C-O-J-O-N-A-N-T-E!!!!!!
encima, estaba escuchando la canción de rainbow de lo battles y estaba anonadado. joder, una pasada, tiu

Gris Ceniza dijo...

Acabo de releerlo, casi un año después, y lo he leído casi aguantando la respiración, deseando saber q iva a suceder a continuación.

Eso me hace pensar q quizás no esté tan mal, y me llena de orgullo.

Estoy pecando de soberbia y orgullo?
No lo sé.

Solo digo q le debo muchísimo a este taller, y a tod@s vosotros q me habeis arropado.

Gracias.