"Amor pasional/amor racional" de GRIS CENIZA

10 de octubre de 2011

Claudio cierra la oficina a las 20:05h, la misma hora de siempre. Hay poco trabajo y el jefe nunca está por las tardes, pero siente que es su deber aguantar sentado en su escritorio mirando el reloj hasta que dan las 20h, ni un minuto más ni uno menos. Además, las últimas horas de la tarde son su verdadero descanso: el jefe - que es el hijo de su jefe de toda la vida- se pasa el día humillándolo y faltándole al respeto, dándole papeleo y exigiéndole resultados que no están al alcance de la pequeña empresa. Se aburre mirando las cifras de los papeles. Le avergüenza decir lo poco que cobra al mes. Piensa en los impuestos, en lo cara que está la vida, lo poco que disfruta de su familia, las obligaciones, los problemas de salud que empieza a traerle la edad. Si pusiera empeño en odiar, odiaría su trabajo con todas sus fuerzas, pero ni se le pasa por la cabeza intentar cambiar nada. No mira más allá de su escritorio y su teléfono. No va con su personalidad levantar la voz y decir basta, ni alejarse de este infierno. Prefiere aguantar con los hombros caídos y la boca cerrada.
Es un hombre de costumbres antiguas que sobrevive a través de sus rutinas: el mismo trabajo de hace 31 años, la misma esposa, el mismo piso, los mismos regalos cada navidad...
Y hoy es jueves. Desde hace unos meses, los jueves ha desarrollado una nueva costumbre, un pequeño gesto de rebeldía: cuando cierra la puerta de la oficina se aleja sin mirar ni un segundo atrás, sin comprobar que la alarma está bien conectada, o si se ha dejado una luz encendida o algo va mal. Desafía sus rutinas. Rompe sus esquemas. Se sacude años de represión de encima. Y se siente libre como no se ha sentido en su vida.

Pero solo los jueves, porque para él son un día especial, tan especial que se desvía del camino de vuelta a casa, y unos minutos más tarde se detiene frente a un portal, llama a un timbre, e inmediatamente le abren sin contestar al interfono. Sube a pie para evitar tropezarse con alguien en el ascensor, y una vez en el 4º empuja la puerta abierta y entra.
El piso está prácticamente a oscuras, iluminado levemente el pasillo por la luz de velas que se escapa de la habitación más alejada.
Entra y allí está ella, como cada jueves, tumbada de espaldas sobre la cama, casi desnuda, la ropa interior de látex negro brillante y con complementos metálicos.
En la habitación no hay muebles, solo una austera mesita de noche, pero en las paredes hay colgados varios objetos destinados a la practica del sexo extremo: cadenas, látigos con púas, fustas, pinzas, esposas, vibradores de todos los tamaños...
Sin decir nada, él se desnuda y deja la ropa cuidadosamente colgada detrás de la puerta. Mira a su alrededor y su vista se detiene ella: entre las blancas nalgas, generosas y redondas, y los abundantes y desordenados muslos. Ve como el lubricante recién puesto resbala por su piel, y se acerca a la mujer, se sube en la cama y se coloca detrás de ella. Sin ningún tipo de preliminar ni caricia la penetra tal como está, de espaldas, sin verse las caras, aunque ve que ella lleva la misma máscara de todos los jueves, la que solo deja ver los labios, y que muestra medio rostro riendo y medio llorando.
Él empuja deprisa. Violentamente le tira del pelo hacia atrás, y al acercarse los labios se besan. Ella gime y él responde empujando más fuerte. Los viejos pendientes, una cruz cristiana de oro y cuarzo, se balancean como un péndulo que le hipnotiza. Ella esconde la cabeza y los pendientes bajo la almohada, y él presiona con fuerza sobre la cabeza. Se acercan al orgasmo juntos, y se vacían en una coreografía perfecta.
Tras un minuto de descanso se besan y ella sonríe. Siguen sin decirse ni una sola palabra, él se viste y se va.

Claudio, ahora con paso relajado, se para en el bar de los jueves. Se toma una caña en la barra y mira de reojo la televisión que hay en un rincón donde están dando noticias de deportes. Apenas le hace caso a lo que sucede a su alrededor; sigue pensando en el beso de despedida, en los pendientes balanceándose, y en la sonrisa de ella. Toma el último sorbo para ocultar la única sonrisa que tiene durante la semana y pide otra copa.
Unas voces le sobresaltan y le devuelven al mudo real, donde el camarero habla con los chicos de la recogida de basura sobre el mal tiempo que hace esta noche, y ellos se quejan del frío que se les ha metido en el cuerpo.
Claudio mira el reloj, que rápido pasa el tiempo, piensa. Van a dar las doce, así que paga y sale al fresco de la noche.

Cuando llega a casa la encuentra en silencio, su señora ya duerme. Las viejas baldosas se mueven bajo sus pies, y no sabe si le dan la bienvenida o si se quejan. No enciende luces para ahorrar, pero no la necesita, ya se ha acostumbrado a ver con la poca luz que entra por la galería. Le han dejado algo preparado para cenar, se lo come frío, de pie. Deja los platos en la cocina para que mañana los lave su mujer, y decide acostarse.
Tira la ropa sobre la butaca que lleva años con este único propósito y se mete en la cama. Mira a su mujer, que parece notarlo y se acomoda bajo las sábanas. Justo cuando va apagar la luz de la mesita de noche detiene su vista en el brillo de sus orejas. La rutina de los jueves, el único día en que ella no se quita los pendientes para dormir; esta vez las viejas cruces de oro y cuarzo. Apaga la luz, la abraza, y se duerme sonriendo, deseando que vuelva a ser jueves.

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