Hay
un lugar al que nadie nunca va. Un territorio atrapado entre la roca
y un sol negro que escupe fuego. Las temperaturas son tan altas que
nada vivo crece allí y sería imposible sobrevivir si alguien
llegara accidentalmente. Pero si conseguís apartar vuestra
sorprendida mirada de las lenguas de fuego que saltan sobre las rocas
a medio fundir, encontraréis una figura solitaria caminado
distraídamente, ajena a todas estas adversidades.
Es
una mancha pálida perdida entre el negro y el naranja del paisaje
que le engulle, tan diminuto e insignificante en su quietud que
resalta aún más dentro del caos que le rodea. De lejos puede
parecer un pájaro enorme, pero si nos acercamos veréis que su
cuerpo no está cubierto de plumas sino de largos pelos de color
ocre, y en las partes interiores de las alas tiene extraños símbolos
en relieve, complicadas espirales y figuras geométricas de
nacimiento. El pico es recto y rígido, de dos palmos por lo menos.
Las finas patas son cortas y aparentemente frágiles, pero un buen
observador habrá advertido que las lenguas de fuego le llegan casi
hasta las rodillas y a Zarastros no parece preocuparle el mar de
llamas sobre el que camina. Si le preguntáramos qué hace allí
respondería que no tiene ni idea. Se frota la cabeza con los tres
dedos con los que terminan sus alas, frunce el ceño. Por mucho que
se esfuerza no consigue recordar nada.
Avanza con paso descuidado,
pisando charcos humeantes de manera accidental, mirando alrededor
extrañado. Pasa el tiempo y, aburrido, se sienta en un pedrusco.
Gesticula hacia el cielo sin demasiada convicción. Cuenta los
intervalos de tiempo entre las llamaradas que lanza el sol, y deduce
que el motor de aquel caos es aleatorio, no podría ser de otra
manera. Coloca la mano cerca de una pequeña lengua de fuego que se
arrastra en su dirección y se deja oler por ésta, se toma su
tiempo, pero la lengua termina aceptando la invitación. Salta a su
mano tímidamente, y tras varios amagos sube por sus alas
enrollándose en su cuello. Ya no se siente tan solo. Ambos se ríen,
son amigos. Juegan y se persiguen frenéticamente hasta que les duele
todo de tanto reír. Pero la lengua termina despidiéndose y se aleja
siseando. Zarastros se siente más solo que nunca. Decide que no
quiere volver a tener amigos nunca más, porqué luego te abandonan y
te quedas triste. Se lo promete a sí mismo en voz alta antes de
levantarse.
Sigue
andando entre cortinas de vapor, metiendo sus garras en los charcos
de lava con desgana. Rebusca entre los pliegues de su cuerpo, bajo
las alas, y saca un trozo de espejo que es todo su equipaje. No
quería volver a sacarlo porqué el ser que habita en el reflejo es
odioso, pero el aburrimiento es insoportable. Por lo menos tú sigues
aquí, le dice al reflejo, no me has abandonado. El tipo del pico
largo le mira pero no contesta. Parece enfadado. Piensa que él
también lo estaría si lo hubieran tenido encerrado bajo una ala
tanto rato. Busca algunas palabras para excusarse pero no quiere
pedir disculpas abiertamente, eso sería bastante vergonzoso. El
reflejo sigue callado, sólo le mira como si estuviera planeando
algo. Al final Zarastros explota: ¡pues si no vas a decir nada yo
tampoco! Juraría que el del espejo acaba de decir algo. Ahora le
mira sorprendido pero hace tan sólo un segundo le hacía muecas,
está seguro. Ambos rostros pasan del enfado al sobresalto a la misma
velocidad; se estudian, planifican su siguiente movimiento, tantean
al adversario que tienen enfrente. Entonces, el reflejado hace algo
inesperado, se saca la cabeza tirando hacia arriba y se la ofrece a
Zarastros en señal de buena voluntad. Como él no quiere ser menos,
ya tiene su propia cabeza en sus manos también y las intercambian
para cerrar la paz. Comprueba que nadie le esté observando, y cuando
va a ponerse la que tiene en las manos nota que ya le ha crecido una
nueva entre los hombros. Se fija en el espejo y Zeta, así le ha
bautizado, le mira con el viejo rostro de Zarastros. Ambos sonríen a
la vez. Convierten la sonrisa en una carcajada atronadora; sorda
entre la lluvia de fuego, las rocas fundiéndose, y las explosiones
de vapor, pero ensordecedora para nuestro protagonista. Se ríe tan
fuerte que llora de felicidad. Cuando consigue detener la hemorragia
de risas, se pasa una mano por los ojos llorosos y mira a su nuevo
amigo que le devuelve la sonrisa tras el espejo. ¿Tú nunca me
abandonarás verdad? Sabe que no. Confía tanto en él que sin
despedirse vuelve a guardar el espejo bajo su ala, y vuelve a andar,
vagando sin rumbo por esta extraña tierra de fuego, mientras silva
una melodía a coro con Zeta.
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