El bosque parecía un laberinto, un orden
desordenado teñido con los escasos rayos de sol que conseguían atravesar la
frondosidad de los árboles. Ella yacía (más o menos) en medio del bosque.
Estaba sentada sobre sus rodillas. Un espejo roto apuntaba a su imperturbable
rostro mientras con un rojo pintalabios trazaba destellos de tímida arrogancia.
Llevaba un par de días sin hablar pues no tenía con quién hacerlo. Llevaba un
par de días sin dormir pues estaba nerviosa pensando y preparando el disfraz
para la fiesta en el palacio de cristal.
Armada de valor, se dirigió por el tortuoso
sendero pero a los cinco minutos de camino paró. Empezó a llorar y a un verde
árbol se abrazó. Quería ir y bailar, sonreír y adivinar quién se escondía bajo
los disfraces que habrían en la pomposa fiesta. Pero algo le impedía continuar
la ruta.
Hizo un gesto afirmativo con la testa y
emprendió el camino de vuelta al medio del bosque. Un grito ahogado le subió
del estómago a la garganta y tuvo que parar. ¡Quería ir al palacio de cristal!
Apretó los puños, dejó la mente en blanco y volvió a dirigirse a la fiesta de
disfraces. ¡Sí!
Nunca llegó al palacio de cristal. Nunca
volvió al centro del bosque. Cada camino empezado era un final prematuro, un
final de reproches y esperanzas que se difuminaban como una huella en la orilla
de una orgullosa playa al ser barrida por el agua del mar. Se quedó en un limbo
de sueños y realidades, de miradas al horizonte y al alma. Un vaivén de rabia y
compresión que la sepultaron para siempre en la incomodidad de una rutina de
metal.
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