La
mayoría de las noches la lluvia lo conquista todo. Cae una cortina
de agua del cielo oscuro y la engulle el cielo reflejado en el mar.
Los relámpagos iluminan violentamente la playa. Los pequeños botes,
varados boca abajo en la arena, aparecen y desaparecen ocultándose
en la noche. El temporal desatado. La naturaleza levanta su voz y nos
ensordece; el mar enfurecido, el viento arrastrando la lluvia sin
control. El sonido del caos nos aplasta el alma y nos deja
indefensos. Solo queda buscar refugio y agachar la cabeza esperando
que amaine el mal tiempo, y eso es lo que llevan haciendo los
habitantes de Redech toda su vida. Si el tiempo lo permite salen a
pescar. Si pescan algo comen, sino, reparten las raciones en
porciones más pequeñas. Agachan la cabeza en silencio y los niños
aprenden la lección.
A
vista de pájaro, suponiendo que fuéramos uno de los enormes pájaros
negros que sobrevuelan estas tierras, capaces incluso de volar
durante una tormenta como las que azotan la zona, veríamos los cinco
senderos que parten de la playa y se internan en las tierras
cubiertas de rocas resbaladizas. Sobrevolaríamos largos trechos de
tierra yerma, campos de puro barro hacia el norte. Solitarios árboles
retorcidos, con dedos acusadores apuntando en todas direcciones,
culpando de su mala suerte a algún ente superior, como no son
capaces de hacer los hombres y mujeres que de vez en cuando les
arrancan las raíces más débiles. Hacia el sur, los acantilados y
la furia del mar. Si erramos sin sentido toparemos con zarzas y
barrancos que nos acogerán en sus brazos. Caminos que no conducen a
ninguna parte. Y sobre todo ello el cielo negro, la lluvia
imparable.
Los acantilados de la costa reciben sin protestar la ira del mar y el clima hostil. Asumen el desgaste como algo natural. La gente de Redech se comporta igual; asume la furia que cae sobre ellos como si fuera la única solución. No hay lugar para la esperanza ni para alegrías en sus vidas. Por eso, cuando los hombres fueron reclamados por el ejército para pelear en una guerra de la que nunca habían oído hablar, a cientos de kilómetros de allí, nadie se quejó ni levantó la voz para lamentarse. Se despidieron brevemente, y las mujeres, los niños, y los pocos ancianos que quedaban, siguieron su vida con la cabeza gacha.
Los acantilados de la costa reciben sin protestar la ira del mar y el clima hostil. Asumen el desgaste como algo natural. La gente de Redech se comporta igual; asume la furia que cae sobre ellos como si fuera la única solución. No hay lugar para la esperanza ni para alegrías en sus vidas. Por eso, cuando los hombres fueron reclamados por el ejército para pelear en una guerra de la que nunca habían oído hablar, a cientos de kilómetros de allí, nadie se quejó ni levantó la voz para lamentarse. Se despidieron brevemente, y las mujeres, los niños, y los pocos ancianos que quedaban, siguieron su vida con la cabeza gacha.
A
los nacidos en Redech no les gustan la forasteros. No les gusta la
gente. No les gustan ni sus propios vecinos. No se gustan ellos
mismos. Se emparejan por obligación, por tradición, porqué es lo
que la tierra exige y es lo que se ha hecho siempre.
No
encontraremos ilusión ni sueños entre esta gente. Prácticamente
viven aislados unos de otros, cada uno con su vida y sus pocas
palabras. Hace casi un año que los hombres se fueron a morir en
aquella guerra desconocida y los habitantes que han quedado apenas se
han visto. Hay tan pocos lugares adecuados para vivir aquí, las
casas están tan separadas entre ellas, que para encontrarte con
alguien tienes que buscarlo adrede, y puede que tardes algunos días
en dar con él.
Nadie
llega nunca a Redech. Los barcos ya no se acercan a esta costa. La
gente habla, los rumores cruzan los océanos. Esta roca parece estar
maldita y los marineros lo huelen. Ningún faro señala la posición,
pero el mar ya no es capaz de atrapar nada. Los últimos que barcos
que llegaron atravesando el mar, vomitaron hombres cargados de metal
en la arena, y se pusieron a vociferar para llevarse a su guerra a
todos los que pudieran andar y sostener el peso de un arma.
Nadie les visita, ni tampoco tienen nada con que comerciar. Aquí no sobrevive nada que puedas plantar para comer. Crecen algunas raíces que hierven con agua salada y hacen un té que les deja aletargados hasta que pasa el temporal. Se refugian en sus casas de piedra y madera podrida mirando el techo, dando las gracias entre susurros por tener un lugar donde dejar atrás la noche. Pero no se refieren a las paredes que, más o menos, les dan cobijo, están agradecidos del lugar que visitan cada vez que beben el té de raíces. Ese es su verdadero refugio, el que les permite vivir en esta tierra rodeados de una noche tan antigua.
Nadie les visita, ni tampoco tienen nada con que comerciar. Aquí no sobrevive nada que puedas plantar para comer. Crecen algunas raíces que hierven con agua salada y hacen un té que les deja aletargados hasta que pasa el temporal. Se refugian en sus casas de piedra y madera podrida mirando el techo, dando las gracias entre susurros por tener un lugar donde dejar atrás la noche. Pero no se refieren a las paredes que, más o menos, les dan cobijo, están agradecidos del lugar que visitan cada vez que beben el té de raíces. Ese es su verdadero refugio, el que les permite vivir en esta tierra rodeados de una noche tan antigua.
Durante
el día, la niebla nos guía a través de las tierras encharcadas.
Para seguirla tendríamos que atravesar los pequeños huecos entre
las piedras y lanzarnos desde los acantilados y sobrevolar el mar.
Pero los hombres aun no tienen alas, ni pueden cambiar la condición
de su cuerpo a su voluntad. Así que si hubieras nacido en Redech,
entenderías que lo mejor es no soñar despierto, sino abrazar la
sensación de la mente liberada por la raíz hervida. Es el peor
lugar del mundo para vivir, pero si has nacido aquí no se te
ocurrirá abandonarlo o soñar con una vida mejor. Perteneces a
Redech, agachas la cabeza y callas.
La
noche es mucho peor. La oscuridad lo devora todo. Los relámpagos
estallan mostrando un mundo que parece demasiado brillante y viscoso.
Todos tienen la sensación de que bajo la lluvia hay algo
vigilándoles. Alguna cosa que nació en Redech hace siglos y que no
quiere abandonar el lugar, contaminándolo con su presencia. O puede
que no, puede que la vida sea demasiado dura y las noches demasiado
frías. O quizás haya algo en la mezcla de la sangre de este pueblo
abandonado, algún gen atrofiado, que ha creado unos seres apáticos
y tristes, sin mayor misterio.
Ahora
fíjate en ese cascarón que debe ser el hogar de alguien. Ni tú ni
yo usaríamos ese sitio para otra cosa que no fuera vaciar nuestras
vejigas. Es un simple montón de piedras amontonadas, con una tabla
de madera apoyada en el agujero de la entrada. Hundido todo casi un
metro por debajo del nivel del suelo. Desde aquí parece una
cucaracha semi enterrada en el barro, ¿no crees?
Cuatro
paredes desiguales, torcidas y sin pulir. Sin ventanas. Dentro, la
lluvia se escucha amortizada. Algunos golpes secos contra las paredes
y el continuo goteo de varias goteras coordinadas interrumpiendo la
quietud del interior. Hay una mesa en el centro de la única estancia
sobre la que se derrite una vela encendida, iluminando débilmente
con luz cálida las húmedas paredes.
Cuando
la puerta desaparece de golpe, se cuela una violenta ráfaga de
viento, las sombras del interior bailan al ritmo del rugido de la
tormenta mientras la llama lucha por permanecer encendida. Una serie
de relámpagos iluminan el exterior y recortan una figura alta y
pesada contra el dintel de la entrada. Se agacha y deja un bulto en
el suelo. Vuelve a desaparecer en el exterior y aparece con la tabla
en las manos para tapar la entrada que se transforma en un rectángulo
de negrura. El caos late fuera, dentro parece haberse abierto una
grieta a un lugar muy lejano.
La
enorme figura se sacude empapada y la ropa escupe los restos de la
lluvia. Se deshace del abrigo y lo cuelga en un saliente de la pared.
Aparta la mesa y deja espacio libre en el centro de la cabaña. Saca
un objeto alargado del cinturón y lo frota con fuerza contra la
palma de su mano, donde aparece una fina linea de sangre mientras
susurra unas palabras. La herida es pequeña pero la sangre que mana
de ella es abundante. Se arrodilla y, acariciando el suelo, va
dibujando un círculo y extraños símbolos que evocan al mar y a la
luna. Al incorporarse observa el dibujo y se da por satisfecha. Se
desnuda despacio mientras canta una melodía delicada. Libera unos
grandes pechos que le caen sobre las costillas y aparece una mancha
de pelo gris en su pubis. Se deshace de toda la ropa y se queda con
el viejo cuchillo en las manos.
Detrás
suyo, el bulto del suelo gime y se mueve ligeramente. La mujer
desnuda se inclina sobre el cuerpo joven que está volviendo a la
consciencia, y con la ayuda del cuchillo le quita la ropa. Cuando
termina, la arrastra hasta dentro del círculo, la tumba y se sienta
en el pecho para inmovilizarla. Entonces dirige el cuchillo hacia la
garganta de la joven, aprieta el filo mellado contra el cuello, y va
rasgando con dificultad tendones y aplastando la tráquea. Es un
trabajo sucio. Hay tal cantidad de sangre que la mujer no distingue
sus manos de la carne abierta de la otra. El roce produce un sonido
rasposo que, junto a los resoplidos húmedos que salen de la boca de
la víctima cuando intenta coger aire, han enmudecido a la lluvia del
exterior. Al final, la carne cede, y la mujer vieja se alza sujetando
la cabeza de la joven por los pelos y lanza un grito al aire.
La tormenta parece
intensificarse y desaparece la tabla que cubre la entrada. La vela se
apaga, la oscuridad lo engulle todo. Penetra el aire gritando viejas
palabras. El caos inunda la cabaña y azota la figura de pie. La
tierra a sus pies, sedienta, traga el lecho de sangre acumulada. El
barro tiembla y devora el cuerpo sin vida que desaparece en las
entrañas de la cabaña.
La vieja, el cuerpo
vestido de sangre, se dirige al exterior con la cabeza colgando en
sus manos. Algo en el viento gira enloquecido alrededor de ella, le
pincha la piel y le apremia con gritos agudos. Cuando sale al
exterior la engulle el temporal. La sangre de su cuerpo desaparece
lamida por la lluvia. Mira hacia las estrellas, más brillantes que
nunca en medio de la negrura, y lanza la cabeza a lo lejos, donde la
oscuridad se la traga.
-Soy mujer. Desde ahora
soy madre. Hemos esperado siglos este momento- cae de rodillas en el
barro. El temporal parece calmarse un instante-. Te llevaste a
nuestros hombres para sacrificarlos en una tierra lejana. Nos hiciste
saber que ya están todos muertos y me diste unas instrucciones que
hemos seguido. Aquí ya no queda nadie que no sea indispensable.
Nuestra sangre alimenta las lenguas de esta tierra que nos dio la
vida. Ahora ven a nosotras y ofrécenos la liberación.
En la oscuridad aparecen
algunas mujeres desnudas, andando despacio hacia ella, que se
convierte en el epicentro de todo aquello.
-¡Escúchanos nuestro
señor!¡Ya estamos listas para ti, para cumplir con nuestro destino!
Las mujeres allí
reunidas entonan un cántico por encima del rumor de la lluvia. El
temporal se ha ido apagando y solo queda una fina llovizna. Las nubes
corren deprisa pero no sopla el aire entre ellas. Relámpagos
silenciosos. La luna inmóvil. El coro sube la intensidad de su
canto. Algunas lloran. Todas se hacen un corte en la mano con
aquellos cuchillos rudimentarios. Sangran. Alimentan a la tierra con
su sangre. Entonces el cielo cruje, se rompe. Esta vez el estruendo
es tan demencial que sangran los oídos de las mujeres, pero estas no
dejan de cantar.
Y ahora, es mejor que
nosotros nos alejemos volando junto con la bandada de grandes pájaros
negros que abandonan Redech. El aleteo es ensordecedor, pero poco a
poco nos llega otro rumor, algo parecido a un pesado arrastrar
continuo. Nos levantamos en el cielo nocturno cada vez más. Las
mujeres empequeñecen en la distancia. Se mezcla el rumor extraño,
con el cántico de las mujeres y con nuestro aleteo apresurado. Los
árboles retorcidos nos señalan furiosos por abandonarles allí.
Echo la cabeza atrás,
ellas permanecen cantando quietas. Entonces veo como el mar se
aproxima hacia nosotros. El rumor que sigue creciendo es el susurro
del mar acumulándose. Viene directo hacia nosotros, se levanta
envarado. Es como si todo el mar se hubiese puesto de acuerdo para
empujar y dar un salto a la vez. Y cuando digo el mar, me refiero a
todo el mar que existe junto. Es una mole gigantesca, negra, que
avanza y pasa por debajo nuestro, a pocos metros, salpicando nuestras
alas. Los pájaros graznan asustados e intentan ir más deprisa.
Atrás quedan las
diminutas mujeres. La ola devastadora levantada a punto de dejar caer
su peso, como un puño gigantesco, listo para golpear con fuerza
cósmica. El mar se derrama. Desaparece Redech sepultado bajo un
manto de agua.
Vuelve a llover con
fuerza sobre nuestras cabezas. Una última mirada atrás y no queda
ni rastro de tierra, solo el cielo negro por encima y el mar oscuro
por debajo.
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