Cuantos soles habían ya carcomido la piel desnuda de mi
espalda, no lo sé, pues perdí la cuenta cuando el agua salada me curó las
llagas de las ámpulas que tapizaban mi piel.
Sé que hubo, en algún momento, un barco. Pero ahora debe
ser hogar de tiburones y corales. Fui un triste naufrago de barbas y lamentos
eternos, la sin figura de la desgracia humana en pantalones roídos. Pero aún
flotaba sin destino ni salvación en el eterno Pacífico.
Mi barcaza era un enorme trozo de espejo ovalado, lo único
que había flotado a mi lado cuando el navío y todas sus almas se hundía. Y eso
que siempre pensé que los espejos no flotaban. Pero este lo hacía, y me salvaba
la vida día tras día, aunque también me mostraba desdeñoso mi rostro hundido,
hambriento y enfermo. Lo amaba y lo odiaba más que a mi mujer. Pero ella ya
tenía su propia húmeda tumba, y yo debía seguir flotando, porque soy un cobarde
y los cobardes somos demasiado valientes como para suicidarnos.
Una noche, me atacó una tormenta, y creía que por fin
moriría. Hasta recordé a mi madre cuando la cuarta sacudida me hacía aferrarme
más a mi espejo, cortándome los dedos con sadismo. Cerré los ojos, pues ya no
podía aguantar seguir contemplando mi cara convertida en terror. Traté y logré
recordar mi nombre, pero ya no tenía importancia. El quinta y más violento
encontronazo de olas, nos volteó y yo dejé ir al espejo y a mi mente.
Cuando desperté, me decepcioné de seguir con vida. Y me solté
a llorar cuando vi al espejo encallado a mi lado. No estaba listo para
levantarme y saberme solo en un pedazo de tierra no habitado por hombre o
alimaña alguna.
- Bonita roca - una voz femenina me hizo saltar de miedo y
emoción. Ella admiraba el espejo, pero lo admirable era su presencia, pero
jamás la cuestioné - Por favor, ayuda. Agua. - Fue todo el uso de palabras que
logré tartamudear al caminar un paso, para después desplomarme contra la tibia
arena. Ella me miró un segundo, y volvió su mirada al espejo.
-Te
daré agua si me das tu roca. - Desde luego que no tuve objeción alguna a su
extraña petición y asentí desesperado, estiré todo el amasijo de huesos y piel
que aún hacían mi cuerpo hacía ella. Volví a caer inconsciente, pero me estaba
encerrado en un descanso profundo, pesado y tan severo como su mirada.
Desperté, y sentí mi garganta en calma. Tardé en
comprender, que después de mucho tiempo, ya no sentía hambre ni sed. A mi
alrededor, no había más que la inmaculada arena latigueada por el mar. Y ella,
aún contemplándose en el espejo, inmóvil y sin un ápice de coquetería, como si
quisiera comprender qué era lo que veía en él. Era una mujercita pequeña y sin
gracia, de cabellos tan largos como sus piernas que caían fatigados e
impenetrables sobre su cuerpo. Me fue imposible saber si estaba desnuda o no.
Me miró solo un segundo, y comprobé la frigidez de sus ojos azules. - Si
quieres irte de aquí, yo puedo ayudarte- me dijo con su voz de campana. -
¿Dónde estamos? - pregunté, pero ella se encogió de hombros - Aquí estamos el
mar, la arena y yo. Nada más.-
Traté de ver si mentía, si alcanzaba a ver algún animal,
una palmera, algún fruto olvidado entre corales. No vi ni siquiera un alga o
concha abandonada. Solo arena, blanquísima y eterna. - ¿Pero cómo has
sobrevivido? ¿Cómo me alimentaste? - Ella pareció no escucharme y después de unos minutos en los que yo insistí
con preguntas, volvió a hablar con severidad - Me molesta tu lengua. Dámela, y
haré algo bueno por ti -. Me enmudecí de inmediato. No pensaba aceptar su segundo
trato, pero mi silencio fue interpretado como consentimiento absoluto. En mi
boca ya no había movimiento, sólo dientes firmes en su lugar. Grité buscando
con mi mano una lengua que ya no estaba. Emití odio, miedo y confusión en
alaridos que no llegaban a ser palabras, pero ella sólo veía su espejo.
- Vete ya, y no regreses - suspiró. Y yo volví a callar.
- Vete ya, y no regreses - suspiró. Y yo volví a callar.
No la he vuelto a ver desde entonces, y en realidad nunca
vi nada más en mi vida. Sólo esta arena blanquísima, el mar despiadado y oscuro
y mis propias barbas, cada vez más eternas. No he vuelto a hablar desde aquel
encuentro, ni he sentido hambre, sed o soledad. Siento ahora un bulto redondo
dentro de mi boca, y él habla todo lo que yo he callado. Quisiera saber que es,
pero para ello necesitaría poder ver mi reflejo.
Por: Malva Mitómano
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