"Base común" de GRIS CENIZA

3 de octubre de 2013













    Hay un lugar al que nadie nunca va. Un territorio atrapado entre la roca y un sol negro que escupe fuego. Las temperaturas son tan altas que nada vivo crece allí y sería imposible sobrevivir si alguien llegara accidentalmente. Pero si conseguís apartar vuestra sorprendida mirada de las lenguas de fuego que saltan sobre las rocas a medio fundir, encontraréis una figura solitaria caminado distraídamente, ajena a todas estas adversidades.
    Es una mancha pálida perdida entre el negro y el naranja del paisaje que le engulle, tan diminuto e insignificante en su quietud que resalta aún más dentro del caos que le rodea. De lejos puede parecer un pájaro enorme, pero si nos acercamos veréis que su cuerpo no está cubierto de plumas sino de largos pelos de color ocre, y en las partes interiores de las alas tiene extraños símbolos en relieve, complicadas espirales y figuras geométricas de nacimiento. El pico es recto y rígido, de dos palmos por lo menos. Las finas patas son cortas y aparentemente frágiles, pero un buen observador habrá advertido que las lenguas de fuego le llegan casi hasta las rodillas y a Zarastros no parece preocuparle el mar de llamas sobre el que camina. Si le preguntáramos qué hace allí respondería que no tiene ni idea. Se frota la cabeza con los tres dedos con los que terminan sus alas, frunce el ceño. Por mucho que se esfuerza no consigue recordar nada.
   Avanza con paso descuidado, pisando charcos humeantes de manera accidental, mirando alrededor extrañado. Pasa el tiempo y, aburrido, se sienta en un pedrusco. Gesticula hacia el cielo sin demasiada convicción. Cuenta los intervalos de tiempo entre las llamaradas que lanza el sol, y deduce que el motor de aquel caos es aleatorio, no podría ser de otra manera. Coloca la mano cerca de una pequeña lengua de fuego que se arrastra en su dirección y se deja oler por ésta, se toma su tiempo, pero la lengua termina aceptando la invitación. Salta a su mano tímidamente, y tras varios amagos sube por sus alas enrollándose en su cuello. Ya no se siente tan solo. Ambos se ríen, son amigos. Juegan y se persiguen frenéticamente hasta que les duele todo de tanto reír. Pero la lengua termina despidiéndose y se aleja siseando. Zarastros se siente más solo que nunca. Decide que no quiere volver a tener amigos nunca más, porqué luego te abandonan y te quedas triste. Se lo promete a sí mismo en voz alta antes de levantarse.
    Sigue andando entre cortinas de vapor, metiendo sus garras en los charcos de lava con desgana. Rebusca entre los pliegues de su cuerpo, bajo las alas, y saca un trozo de espejo que es todo su equipaje. No quería volver a sacarlo porqué el ser que habita en el reflejo es odioso, pero el aburrimiento es insoportable. Por lo menos tú sigues aquí, le dice al reflejo, no me has abandonado. El tipo del pico largo le mira pero no contesta. Parece enfadado. Piensa que él también lo estaría si lo hubieran tenido encerrado bajo una ala tanto rato. Busca algunas palabras para excusarse pero no quiere pedir disculpas abiertamente, eso sería bastante vergonzoso. El reflejo sigue callado, sólo le mira como si estuviera planeando algo. Al final Zarastros explota: ¡pues si no vas a decir nada yo tampoco! Juraría que el del espejo acaba de decir algo. Ahora le mira sorprendido pero hace tan sólo un segundo le hacía muecas, está seguro. Ambos rostros pasan del enfado al sobresalto a la misma velocidad; se estudian, planifican su siguiente movimiento, tantean al adversario que tienen enfrente. Entonces, el reflejado hace algo inesperado, se saca la cabeza tirando hacia arriba y se la ofrece a Zarastros en señal de buena voluntad. Como él no quiere ser menos, ya tiene su propia cabeza en sus manos también y las intercambian para cerrar la paz. Comprueba que nadie le esté observando, y cuando va a ponerse la que tiene en las manos nota que ya le ha crecido una nueva entre los hombros. Se fija en el espejo y Zeta, así le ha bautizado, le mira con el viejo rostro de Zarastros. Ambos sonríen a la vez. Convierten la sonrisa en una carcajada atronadora; sorda entre la lluvia de fuego, las rocas fundiéndose, y las explosiones de vapor, pero ensordecedora para nuestro protagonista. Se ríe tan fuerte que llora de felicidad. Cuando consigue detener la hemorragia de risas, se pasa una mano por los ojos llorosos y mira a su nuevo amigo que le devuelve la sonrisa tras el espejo. ¿Tú nunca me abandonarás verdad? Sabe que no. Confía tanto en él que sin despedirse vuelve a guardar el espejo bajo su ala, y vuelve a andar, vagando sin rumbo por esta extraña tierra de fuego, mientras silva una melodía a coro con Zeta.

"Base Común" de MALVA MITÓMANO

1 de octubre de 2013













Cuantos soles habían ya carcomido la piel desnuda de mi espalda, no lo sé, pues perdí la cuenta cuando el agua salada me curó las llagas de las ámpulas que tapizaban mi piel.

Sé que hubo, en algún momento, un barco. Pero ahora debe ser hogar de tiburones y corales. Fui un triste naufrago de barbas y lamentos eternos, la sin figura de la desgracia humana en pantalones roídos. Pero aún flotaba sin destino ni salvación en el eterno Pacífico.

Mi barcaza era un enorme trozo de espejo ovalado, lo único que había flotado a mi lado cuando el navío y todas sus almas se hundía. Y eso que siempre pensé que los espejos no flotaban. Pero este lo hacía, y me salvaba la vida día tras día, aunque también me mostraba desdeñoso mi rostro hundido, hambriento y enfermo. Lo amaba y lo odiaba más que a mi mujer. Pero ella ya tenía su propia húmeda tumba, y yo debía seguir flotando, porque soy un cobarde y los cobardes somos demasiado valientes como para suicidarnos.

Una noche, me atacó una tormenta, y creía que por fin moriría. Hasta recordé a mi madre cuando la cuarta sacudida me hacía aferrarme más a mi espejo, cortándome los dedos con sadismo. Cerré los ojos, pues ya no podía aguantar seguir contemplando mi cara convertida en terror. Traté y logré recordar mi nombre, pero ya no tenía importancia. El quinta y más violento encontronazo de olas, nos volteó y yo dejé ir al espejo y a mi mente.

Cuando desperté, me decepcioné de seguir con vida. Y me solté a llorar cuando vi al espejo encallado a mi lado. No estaba listo para levantarme y saberme solo en un pedazo de tierra no habitado por hombre o alimaña alguna.

- Bonita roca - una voz femenina me hizo saltar de miedo y emoción. Ella admiraba el espejo, pero lo admirable era su presencia, pero jamás la cuestioné - Por favor, ayuda. Agua. - Fue todo el uso de palabras que logré tartamudear al caminar un paso, para después desplomarme contra la tibia arena. Ella me miró un segundo, y volvió su mirada al espejo.
-Te daré agua si me das tu roca. - Desde luego que no tuve objeción alguna a su extraña petición y asentí desesperado, estiré todo el amasijo de huesos y piel que aún hacían mi cuerpo hacía ella. Volví a caer inconsciente, pero me estaba encerrado en un descanso profundo, pesado y tan severo como su mirada.

Desperté, y sentí mi garganta en calma. Tardé en comprender, que después de mucho tiempo, ya no sentía hambre ni sed. A mi alrededor, no había más que la inmaculada arena latigueada por el mar. Y ella, aún contemplándose en el espejo, inmóvil y sin un ápice de coquetería, como si quisiera comprender qué era lo que veía en él. Era una mujercita pequeña y sin gracia, de cabellos tan largos como sus piernas que caían fatigados e impenetrables sobre su cuerpo. Me fue imposible saber si estaba desnuda o no. Me miró solo un segundo, y comprobé la frigidez de sus ojos azules. - Si quieres irte de aquí, yo puedo ayudarte- me dijo con su voz de campana. - ¿Dónde estamos? - pregunté, pero ella se encogió de hombros - Aquí estamos el mar, la arena y yo. Nada más.-

Traté de ver si mentía, si alcanzaba a ver algún animal, una palmera, algún fruto olvidado entre corales. No vi ni siquiera un alga o concha abandonada. Solo arena, blanquísima y eterna. - ¿Pero cómo has sobrevivido? ¿Cómo me alimentaste? - Ella pareció no escucharme y  después de unos minutos en los que yo insistí con preguntas, volvió a hablar con severidad - Me molesta tu lengua. Dámela, y haré algo bueno por ti -. Me enmudecí de inmediato. No pensaba aceptar su segundo trato, pero mi silencio fue interpretado como consentimiento absoluto. En mi boca ya no había movimiento, sólo dientes firmes en su lugar. Grité buscando con mi mano una lengua que ya no estaba. Emití odio, miedo y confusión en alaridos que no llegaban a ser palabras, pero ella sólo veía su espejo.
- Vete ya, y no regreses - suspiró. Y yo volví a callar.

No la he vuelto a ver desde entonces, y en realidad nunca vi nada más en mi vida. Sólo esta arena blanquísima, el mar despiadado y oscuro y mis propias barbas, cada vez más eternas. No he vuelto a hablar desde aquel encuentro, ni he sentido hambre, sed o soledad. Siento ahora un bulto redondo dentro de mi boca, y él habla todo lo que yo he callado. Quisiera saber que es, pero para ello necesitaría poder ver mi reflejo.




Por: Malva Mitómano