"MEMORIA" por GRIS CENIZA

26 de junio de 2012


     Algo en la escena le trae a su maltrecha memoria recortes de su infancia y le transporta a su pueblo natal. Recuerda las olas del mar como sonido de fondo. Las gaviotas volando sobre sus cabezas y lanzando furiosos gritos contra los pescadores. Los golpes de los martillos y la fricción de las sierras, las risas y las canciones de los trabajadores. El calor, el sudor que le pega las ropas al cuerpo. Sus pasos ligeros sobre la arena. ¿Cuanto hace que se fue de casa? A veces piensa que eso sucedió en otra vida. Se mira los pies desnudos y descubre en realidad unas gastadas botas militares. Le cuesta levantar los pies, es una proeza seguir andando. Les sobrevuelan cien cuervos, manchas negras recortadas contra el cielo, que parecen darle las gracias a los soldados por proporcionarles tal festín. Le pesan el fusil y el macuto y los tira al suelo. Hará seis años, piensa, seis años que se ofreció voluntario para visitar el infierno, seis años que lo han transformado en alguien que no tiene pasado ni desea un futuro. Lo único importante es dar otro paso adelante, disparar, recargar y volver a disparar. Conquistar una ciudad, luego otra, arrasar pueblos que ya han saqueado meses atrás, no importa donde, solo matar y sobrevivir, como un círculo cíclico inevitable, donde nadie sabe donde empieza ni donde acaba. Hace tiempo que perdió la capacidad de razonar. Cuando aparecen las casas de paredes blancas en la costa se detiene, dolido como si le hubieran abofeteado. Su memoria sigue intentando destrozarle desde dentro. Hace horas que el asalto terminó, y es el momento de recoger su fruto, pero está tan cansado, los recuerdos que no terminan de volver le duelen tanto, que se sienta en la arena y descansa.
     Tiene el mismo sueño que tantas otras noches, imágenes que le visitan mientras duerme y a los que él llama realidad. Su vida ya no es real, pertenece a una pesadilla. Lo único en lo que cree son en estos fragmentos incompletos que no logra descifrar, pero que de alguna manera le dan fuerzas para dar otro paso y para disparar de nuevo. Sueña con un hogar de paredes blancas, donde hace más fresco que en la calle. En la puerta hay escrito “Familia Lavezzi” junto a un escudo pintado con un pez dorado dentro. Entra y le reciben varias macetas con flores violetas. Sobre la mesa del comedor hay un centro de madera tallada en forma de caballo. En el suelo de la habitación hay juguetes de niño por todas partes, y una mano fina, de mujer, los va recogiendo con paciencia, mientras trata de no pisarlos con sus pies descalzos. Las piernas jóvenes y blancas danzan alegremente y el vestido azul se agita suavemente con cada movimiento. Le coge de la mano y le invita a seguirle, con los largos rizos dorados como un rastro imposible de perder. En el dormitorio la luz entra con delicadeza a través de las cortinas, acaricia las sábanas, y crea agradables contornos en el frágil cuerpo de ella. Ella ríe, el mar dorado que son sus rizos se agita, y cuando se da la vuelta descubre que no tiene rostro, y la certeza de que lo ha olvidado lo hace despertar sudando en medio de un grito.

     Atraviesa el pequeño pueblo en la misma dirección que unas horas antes cuando ha entrado disparando. Aun hay casas en llamas y la mayoría de paredes blancas están manchadas por el humo. Las botas resbalan a cada paso con la sangre que inunda el suelo de piedra. Por todas partes hay cuerpos muertos de la gente que vivía aquí y que apenas ha ofrecido resistencia. Con el recuerdo de su sueño desvaneciéndose lentamente se le nubla la mente, pero es esta niebla la que le hace pensar que algo no anda bien, que no termina de ver todo el decorado como realmente es, que hay partes encriptadas que aun no es capaz de descifrar. El silencio en las calles le acompaña en su sensación de irrealidad, de vivir un sueño que es mentira, y despertar de una pesadilla que es más real que todo lo demás.
     Se detiene frente a la puerta que tiene un escudo pintado con un pez dorado dentro, junto al nombre de una familia ahora ilegible. La entrada es un conglomerado de macetas que ha destrozado hace horas, con sus flores de color violeta aplastadas. Ciertamente hace más fresco en el interior que en la calle. Atraviesa el comedor y sortea el caballo tallado en madera que le mira con cierto reproche. En el dormitorio la luz entra con delicadeza a través de las cortinas, acaricia las sábanas, y crea agradables contornos en el frágil cuerpo de ella. Pero el rojo ha invadido la habitación sin que nadie lo haya invitado. Hay salpicaduras de sangre en las paredes. La cama se ha convertido en un espeso lago carmesí. Las piernas de ella danzan en una postura imposible, en un giro macabro. La gira y le contempla el rostro. Se lo limpia con paciencia y desaparece totalmente la niebla que le cubría la memoria. Coge su pistola. No ve otra salida. Se la acerca a la frente, y mientras los recuerdos regresan uno a uno a una velocidad impensable, aprieta el gatillo.