"3r aniversario" por GRIS CENIZA

22 de noviembre de 2010

<<... y como adelanté al principió de la emisión, hoy tenemos algo que celebrar: el tercer aniversario del fin de la Segunda Guerra Mundial.
¿Qué fue lo que nos arrastró hacia tal locura?- la voz metalizada que salía del aparato de radio hizo una breve pausa dramática.
Cerca de cuarenta millones de muertos, y otros tantos heridos, inválidos, y huérfanos. Ciudades enteras convertidas en ceniza, campos y carreteras destrozados, centros industriales y monumentos históricos arrasados por igual. Esta pesadilla fruto del más acelerado desarrollo científico y tecnológico para exterminar al enemigo, para destruir seres humanos...

Ritter se llevó la colilla a los labios por enésima vez mientras observaba como ascendía el humo hacia el techo de la habitación.

...y finalmente, el 9 de mayo de 1945, se anunciaba el fin de la guerra, después de 5 años, 8 meses y 7 días de batalla>>.

La voz dejó paso a las primeras notas de "La cabalgata de las Valkirias" de Wagner.
La señorita Schmetterling danzaba despacio al ritmo de la música, dando vueltas sobre si misma, agitando los tirabuzones rubios que le caían sobre los hombros. Era una mujer muy atractiva, voluminosa, de anchas caderas y escote generoso. Se movía sensualmente a pesar de la falda ajustada que aprisionaba sus gruesos muslos. En cambio, Hastings y su barrigón se movían con menos gracia.
Alguien cambió la emisora y encontró un frenético swing de las Boswell Sisters. Los piececitos de la mujer se movían más deprisa mientras canturreaba "everybody loves my baby". Hastings no podía seguirla, y la sujetaba de un hombro, o de una muñeca. Se acercaba y rozaba todo su cuerpo contra el de Schmetterling. A ella no parecía molestarle el sudor, ni el fuerte olor del hombre. Se apartaba entre carcajadas, bebía un nuevo trago de su copa, y continuaba agitando sus caderas, con los ojos de Hastings fijos en sus pechos. Era como una fuerza de la naturaleza desbocada; hermosa y terrible a la vez.
La verdad era que todos la miraban, incluso la otra mujer, la que apretaba los finos labios, la delicada Arabelle, que lo controlaba todo allí de pie. Parecía muy estricta tan esbelta y delgada. La piel blanquísima, con una catarata de pelo negro cayendo hasta la cintura sobre un carísimo abrigo rojo que hacía juego con un pequeño sombrero y con el color de sus labios.
Atraía a los hombres de una forma tan brutal como la señorita Schmetterling, pero mientras una hacía que los hombres se le tiraran encima, la otra les obligaba a arrodillarse delante de ella.

Ritter aplastó la colilla en el cenicero y se levantó de la butaca. Los gemelos, Ernest y Edwin, lo imitaron, produciendo un áspero sonido al rozarse sus oscuros trajes. Eran muy educados y serviciales, pero casi nunca sonreían, y eso les hacía parecer fríos a ojos de quién no los conociera. Edwin era buen muchacho, algo tímido, y excesivamente atento. La ciega entrega hacia su hermano era la única explicación para que se hubiera hunido a ellos. Hacía todo lo posible por agradarle y para que su gemelo estubiera orgulloso de él. Quería hacerlo feliz, y Ernest disfrutaba más que ninguno con aquellas sesiones en las que le brillaban los ojos con crueldad.

Se acercaron a la mesa de las bebidas donde el profesor hablaba con el nuevo. A Ritter no le gustaba en absoluto aquel chico. Todos se conocían de años atrás; habían ido sumando experiencias juntos, y algunos incluso habían muerto durante el aprendizaje. Y aquel discípulo nuevo había llegado justo en el momento de gloria. Decía que era coleccionista de antigüedades. Un hijo de papá. Pero hacía muchas preguntas, demasiadas, como si fuera un periodista, y siempre se defendía entre risas, diciendo que eso era porque le llevaban muchos años de ventaja. Ritter palpó el bolsillo interior de su chaqueta y se sintió más tranquilo. Hablaron unos minutos sobre lo que les había costado encontrar la casa, y el joven Muller demostró lo ansioso que se sentía por descubrir que secretos escondía la puerta roja. Más ansioso de lo normal, pensó Ritter. Puede que esté nervioso por lo que nos espera, pero puede que sea algo más. Quizás tenga miedo. ¿Pero miedo de que?¿De dar el siguiente paso, o miedo de que alguno de nosotros se fije demasiado en él?

El profesor descorchó una botella sin etiqueta, de cristal oscuro, y vertió un líquido espeso en las copas. Todos hicieron un brindis. Ritter volvió a tocarse el bolsillo, y pensó que si Muller no bebía con ellos lo mataba allí mismo de un tiro en la cara, pero el chico apuró toda su copa rapidamente, mirándole directamente a los ojos.
La habitación empezó a dar vueltas como si fuera un camarote de un barco en alta mar. Ritter tuvo que sentarse. Uno de los gemelos permanecía de pie, de frente a la puerta roja, y el otro estaba sentado en el suelo, agarrado a la pierna de su hermano. Schmetterling andaba sin rumbo a cuatro patas, arrastrando los grandes pechos sobre la moqueta de la habitación. Hastings vomitaba violentamente sobre la mesa, y Arabelle se rascaba los brazos con furia, dejándose profundas marcas en la piel. Muller golpeaba una silla contra la pared, y no paró hasta que no le quedaron más que astillas en las manos.
Entonces el profesor, les dijo que ya podían pasar, y todos se abalanzaron sobre la puerta roja.

Para llegar a aquel sótano tenían que haber bajado unas escaleras, y cruzar algunas puertas más, pero seguramente nadie lo recordaba.
Lo primero que vió Ritter fue a Arabelle de espaldas, desnuda, excepto por un corpiño de cuero y unas medias negras, con su piel blanca manchada de la sangre que le brotaba de las heridas que ella misma se había hecho en los brazos. Sujetaba un pequeño objeto de madera con la punta metálica al rojo vivo, y lo giraba ante sus ojos. A sus pies esperaba, arrodillado, un hombre desnudo, con todo el cuerpo perfectamente afeitado. Lo habían encadenado cerca de la pared y una venda le cubría los ojos. Gritó y se convulsionó cuando el hierro le atravesó la mejilla, pero apenas podía moverse. Arabelle, sacó el objeto, y de una patada le clavó los tacones en el pecho.
Ritter sintió como su pene se endurecía aun más, y entonces se dió cuenta de lo que estaba haciendo. Tenía ante sí a una mujer tumbada sobre un banco de madera y la estaba penetrando por detrás. Las cuerdas que la ataban se le clavaban en la piel, y en su cara se reflejaba el dolor que estaba sintiendo en todo el cuerpo, pero le habían metido algo en la boca y apenas podía hacer ruido.Ritter sintió una oleada de vértigo, pero intentó concentrarse en el placer, y levantó la cabeza para buscar al profesor.
Los gemelos estaban desnudos en la pared opuesta. Ernest tenía a sus pies un cuerpo famélico del que era dificil decir si era hombre o mujer. Su hermano lo abrazaba desde detrás y lo besaba en la boca. Luego Edwin se agachó y levantó la cabeza afeitada del cuerpo caído para que su hermano le diera un nuevo golpe y lo dejara incosciente.
Schmetterling estaba sentada sobre la cabeza de alguno de los judíos. Todos eran iguales: demacradas tiras de piel sin apenas carne, el cuerpo entero afeitado, y las venas azules que parecían un mapa tatuado. Se levantó y se sentó sobre la cara fofa de Hastings, que tambiém se había hecho atar en el suelo.
Apareció el doctor, desnudo, envuelto en una capa roja y dorada, entonando una hipnótica melódia. Poco a poco todos ellos se fueron uniendo a la música, cantando a coro, repitiendo aquellas frases en una antigua lengua.
Mientras se masturbaba, se acercó al cuerpo de una de las judías a la que habían sentado en una extraña silla llena de engranjes y cables. Accionó una manivela, y un mecanismo en la cara de la mujer la obligó a separar la mandíbula. El doctor dejó su semilla en una de sus manos, y primero metió un dedo en la boca de la mujer, y al momento tenía el puño entero en la garganta de la judía.
Ya estaba hecho, por fin, este año nada lo evitaría. Y entonces Ritter se acordó de Muller, y supo que alguna cosa no iba bien.
Cuando lo encontró estaba intentando abrir la pesada puerta, pero no encontraba la llave adecuada en el llavero. Un trueno resonó en la habitación, y Muller cayó al suelo con un agujero sangrante en el cráneo. Todos lo miraron y Ritter bajó el arma. Alguien golpeaba la puerta desde fuera. Escucharon gritos en el exterior. Era la policía que los había descubierto.
-Doctor ¿porque le dejaste llegar hasta aqui? Sabías tan bien como yo que nos iba a traicionar
-Mi querido Ritter... Nosotros no importamos en realidad. Lo único que tiene valor es el proyecto al que hemos dedicado tantos años de nuestra vida. Nada hubiera tenido sentido sin todo esto que está sucendiendo ahora mismo- no pudo seguir hablando porque un nuevo disparo de Ritter le alcanzó en la cabeza y esparció su cerebro por la habitación.
Pensó en dispararse él mismo, pero apuntó a los gemelos y tras varios disparos, ambos cayeron al suelo en un único charco de sangre. Arabelle tenía un cuchillo en las manos e iba degollando a los judíos, uno por uno, para no dejar testigos pasara lo que pasara. Schmetterling salió corriendo hacia la puerta, pero resbaló con la sangre del suelo y cayó golpeándose la cabeza con los escalones. Arabelle también la remató, junto con Hastings.
Los dos supervivientes escucharon un ruido detrás de ellos, y se giraron a tiempo de ver como la vagina de la mujer sentada en la silla se desgarraba, y de entre la sangre emergía una sombra. Cuando la puerta se abrió con un golpe seco y entraron los policías, la sombra ya se había perdido en los rincones oscuros de la habitación. Ritter y Arabelle agarraron la pistola juntos, como una sola mano, y empezaron a disparar. La policía les devolvió el fuego y ambos murieron al instante. La habitación quedó llena de cadáveres, y el suelo y las paredes bañados en sangre.
Los agentes nunca encontraron ninguna pista definitiva de lo que allí había sucedido, solo archivaron las notas que Muller les había ido mandando durante algunos meses, en las que hablaba de un grupo de Nazis adinerados que seguían reuniéndose, y organizando fiestas en las que, creía, usaban judíos para sus juegos sádicos.

A partir de ese día, cada vez que se celebra el tercer aniversario del fin de la Segunda Guerra Mundial, en algunas partes del mundo también se celebra el aniversario de la llegada de la sombra.

"3r aniversario" por FUCKSIA ANORAK

18 de noviembre de 2010

Orador-Bienvenidos al cuarto aniversario

Carpintero-¡Idiota!¡Era “tercer aniversario”!

Orador-...Esto...

Camarero-Joder...

Gendarme-Si es que...

Orador-Puedo empezar de nuevo...

Carpintero-No, ya no...La has jodido...

Gendarme- Si es que...

Orador- Pero...

Carpintero- Ni pero ni pera...Dos meses para montar todo el tinglado y ahora hemos quedado en evidencia.

Orador-Pues haber subido tú aquí...

Carpintero-Mongo, te recuerdo que tú eres el orador, sino serías el gendarme

Gendarme-Si es que...

Camarero-¿Y ahora qué hacemos para encauzar la situación?

Orador-¿Empezamos de nuevo?

Carpintero-Y dale...

Publicista-¿Por qué no matamos a un personaje?

Camarero-¡Genial!

Orador- A mi me parece bien

Carpintero-Sí, pero ...¿a quién matamos?

Camarero-¿Al último en entrar?

Publicista-Pero si la idea ha sido mía

Orador-Por mi, perfecto

Carpintero-Pues decidido: publicista, a morir te toca

Publicista-Un momen...

Gendarme- Si es que...

"3r aniversario" por Ocre de Otoño

15 de noviembre de 2010

Alicia se levantó violentamente de la silla de su escritorio. De un manotazo, tiró todo lo que había encima de la mesa. Lanzó ferozmente contra la pared los cojines y peluches de su cama. Los pateó con rabia cuando éstos cayeron al suelo mientras soltaba gritos de desesperación. Dio un par de vueltas sobre sí misma mientras seguía chillando. Pataleó como una niña pequeña mientras se estiraba del pelo. Necesitaba sacar toda la rabia que tenía dentro. Abrió las puertas de su armario salvajemente y, entonces, sucedió. Se quedó petrificada. Algo que había entre la ropa la dejó estupefacta. Inmóvil, su pecho subía y bajaba a una gran velocidad. Un montón de imágenes se acumularon en su retina. Apoyó la frente en una de las estanterías. Se concentró en que su respiración volviera a la normalidad. Entonces la rabia y la desesperación dieron paso a la impotencia. Un dolor muy intenso se apoderó de su esternón. Era como si éste se le estuviera hundiendo poco a poco. Estaba segura de que si alguien se fijaba, podía verlo hundirse. “Otra vez”, pensó. Como si se tratara de un efecto rebote, notó que algo le estrujaba las sienes y sus ojos empezaron a humedecerse. “¡Otra vez no, por favor! Y las lágrimas empezaron a brotar sin compasión, ríos de lágrimas iban recorriendo sus mejillas y muriendo en sus labios. Era un llanto silencioso, parecía como si todo el cuerpo se hubiera concentrado en la fabricación de lágrimas y nada más, pues no podía hablar, no podía ni siquiera moverse. Continuaba inmóvil, con la cabeza aún pegada a la estantería sin dejar de llorar y el cuerpo encorvado para paliar aquel dolor tan grande en el pecho. ¿Cómo debía afrontar aquella situación? ¿Cómo hacerlo para que nada le volviera a afectar tanto como aquella vez? Tres años. Pensándolo bien, había pasado mucho tiempo. Mucho tiempo para haberlo olvidado pero no lo suficiente para que su corazón, cabeza, o lo que la gente quisiera que fuese, lo hubiera perdonado.
El jersey estaba doblado inocentemente entre el resto de su ropa. Llevaba allí tres años. No se lo había vuelto a poner más desde aquel día, hoy hacía justamente tres años. Jamás le había dado más importancia de la que tenía. Era un simple jersey. Pero aquella tarde a Alicia se le reveló como algo más. Entonces se dio cuenta de que jamás podría volver a enamorarse, porque el dolor era como un vaso que se va llenando de agua: llega un momento en el que el agua se derrama y entonces necesitamos más vasos si queremos seguir vertiendo agua e impedir un desastre. Pero en este caso, en el caso de la vida, sólo hay un vaso y si ya está muy lleno, si ya lo hemos llenado bastante de dolor y sufrimiento, debemos ir con mucho cuidado para administrar nuestros sentimientos si no queremos llegar a una hecatombe.
Una llamada entrante en su móvil la despertó de su ensoñación. Era ÉL. Podía contestar y tentar a la suerte y al dolor. O podía ignorar la llamada. Cogió el móvil del suelo con cuidado y acarició el botón verde con la yema del dedo pulgar. Mientras veía el nombre de ÉL en la pantalla azul parpadeante, se dio cuenta de que no valía la pena ni siquiera intentarlo. Y entonces apretó el botón rojo y su nombre desapareció de su móvil para siempre. Y de su vida también.