"Amor" según Púrpura Tenue

11 de febrero de 2008

Dice que prefiere pasar la tarde del viernes en casa, que no le apetece salir pero lo cierto es que ha empezado a desvariar por culpa de un alcohol de nombre impronunciable y que ha terminado por envenenarle su corazón ya de por sí aturdido. La música no ayuda. Una compañera de trabajo le grabó lo último de Bebo y el Cigala. Lágrimas negras brotan en una atmósfera que se caldea por momentos. Aunque no tiene aparatos eléctricos que calienten el cuarto y sus pies rozan desnudos el suelo, la temperatura de su cuerpo asciende, como si caminara por un desierto africano. En un momento de euforia se le ocurrió llamar al Corte Inglés y encargar unas bonitas flores para regalar. Recordó un cumpleaños que nunca tuvo la oportunidad de celebrar y pensó que sería un puntazo hacer un regalo anónimo. Por un momento imaginó la cara de la receptora, flipando al ver su dedicatoria… Sonrió al pensar que tal vez sería la última persona en felicitarla y que le haría ilusión. Le pareció una idea romántica aunque absurda pero como estaba borracho descolgó el teléfono y realizó su pedido. La chica que le atendió tuvo que consultar lo que parecía una “excentricidad” por su parte: le dijo que sólo quería hacer una entrega anónima, con un mensaje personal pero sin “pruebas” que pudieran “identificarle”. En un principio no había problema pero después de revelarle todos sus datos bancarios y personales, resultó que el código postal de su querida destinataria “no aparecían en el ordenador”. “Es lo que tiene vivir en un pueblo de mierda, que ni el Google Earth lo reconoce”- pensó. Como la dirección “parecía defectuosa”, la chica del Corte Inglés, amablemente, le pidió otro teléfono (el de la receptora o el de un amig@) “por si el chaval de reparto tuviera que echar mano del móvil”. Fue entonces cuando su idea romántica cayó en picado, regalando las exóticas flores que había elegido a otro con mejor suerte. Se tumbó en la cama y pensó que nunca nadie sabría nada de aquello.

"Amor" según Azul oscuro casi blanco

8 de febrero de 2008

Sucedió en un pueblo, en un tiempo. Los sastres de aquel lugar habían sido conocidos por poder confeccionar bellos trajes de Amor. Por desgracia de algunos y fortuna de muchos ya nadie deseaba ejercer el oficio de sastre. Únicamente quedaba un viejo que, ciego y con mano temblorosa, sólo se dedicaba a vender sus últimos trajes puesto que ya no podía trabajar. “Uno más y descansaré”, se decía a sí mismo. Y es que solamente quedaba un traje de Amor por vender.

Apareció un demonio que entró cautelosamente a la tienda creyendo que el sastre no lo había sentido. En silencio, empezó a bailar y a mofarse del viejo pero paró al ver el traje de Amor. Lo deseó y quiso que fuera suyo para siempre. El demonio, que demonio era, robó el último traje.

Una vez se hubo marchado, el viejo sastre se sentó en su silla. Horas más tarde entró una joven a la sastrería y se asustó al ver al viejo:

- ¡Señor, se encuentra usted muy enfermo!
- Ya no quedan más trajes, ya no quedan más trajes….

Y pronunciando estas palabras murió. Al ser preguntada por ello, la mujer aseguró que el viejo había muerto con la cara más feliz que jamás hubiera visto.

El demonio se puso el traje de Amor y vagó por las calles. Un niño lo vio y se le acercó. Tocándole el brazo con cariño miró al demonio y empezó a sonreír. Éste, perplejo, salió corriendo. Una vez hubo llegado a su casa se tranquilizó. Miró el fuego de su chimenea y quiso comprender y comprendió. Finalmente lanzó el traje al fuego.

"MATAR A ALGUIEN" SEGÚN BLANCO HIELO

5 de febrero de 2008



Aquella era la caja en la que estos últimos días había estado guardando cuidadosamente los recuerdos que debían ser olvidados. Era una caja de cartón que había encontrado junto a unos contenedores de reciclaje, lo cual me había dado la idea de reciclar mi mente, y estaba decorada con unos complicados adornos de guirnaldas y ángeles que bien podrían haberse encontrado en alguno de los objetos inmemoriales de la casa de mis abuelos.

Como tantas otras veces hemos hecho todos, había decidido empezar desde cero; pero no con todo, sino quedándome exclusivamente con las cosas buenas que había vivido hasta entonces. De ahí que en ese momento me dispusiera a deshacerme de las malas, una por una. Eché un último vistazo adentro de la caja para comprobar que no se me olvidase meter nada: un año de depresiones y frustración, algún que otro complejo de la preadolescencia, propósitos que no logré cumplir, días de lluvia, un par de desengaños amorosos, discusiones familiares, amigos que decían serlo y varias latas que contenían los malos sentimientos que había podido acumular desde mi nacimiento hasta el día de hoy. Había una lata para la culpa, otra para la impotencia, otra para el odio, otra para la envidia y una última para la autodestrucción. Ésta última era la que tenía la fecha de caducidad más lejana.Que yo recordase, no quedaba nada más que introducir en la caja. Por suerte, algunos recuerdos ya habían muerto en el camino, sin darme cuenta. Así que me dispuse a cerrarla, a precintarla con firmeza y a la vez esmero para que nunca nada pudiese volver a salir de allí, incluso se me ocurrió colocarle un lazo a modo de ironía. Como se hace con un cadáver, quise poner a todos aquellos malditos lo más guapos posible antes de su definitivo final. Y entonces me planteé una cuestión importante en la que no había reparado hasta entonces: ¿qué hacer con la caja?.Debía deshacerme cuanto antes tanto de ella como de su contenido, pero aún no había pensado de qué manera. No sería justo dársela de comer a alguien, ni contaminar las aguas tirándola por el desagüe. Abandonarla significaría que tarde o temprano alguien la acabaría encontrando; ni siquiera la incineración me parecía buena idea ya que tampoco me garantizaba la muerte de todos aquellos recuerdos.Tras varios días dándole vueltas en la cabeza al asunto, di con la mejor solución que se me podía haber ocurrido: los mataría de inanición. Una vez que me lo propuse, la cosa no fue muy difícil. Pasé varios días ignorándolos por completo, sin dejar en ningún momento que saliesen de la caja para entrar en mi mente; cada vez que sonreía o miraba hacia el futuro los sentía debilitarse. Pero aun así pasaban los días y yo no lograba terminar con ellos de una vez por todas, así que ideé un remate final que complementaría a la estrategia del hambre.El sábado pasado te invité a venir a casa. Como de costumbre, te resultó imposible rechazar una invitación a pasar una tarde junto a mí, mi guitarra y algo que te apasiona aún más: el piano de la habitación de mi hermana. Siempre me parece que la cara de entre sorpresa y alegría que se te pone al encontrarte con instrumentos musicales por mi casa es la misma que la de un niño ilusionado al abrir sus regalos navideños. Al llegar te llamó la atención la caja sobre mi escritorio, seguramente por su bizarro aspecto, pero yo conseguí evadir todas tus preguntas acerca de qué contenía. Sin darle más importancia al asunto y pensando que tal vez serían cosas de mujeres, descubriste suavemente el teclado con tus dedos largos y delgados. Al cabo de varios minutos conseguiste invadir de sonido toda la habitación; yo escuchaba atenta y silenciosa, sentada en el suelo, desde un rincón. Me limitaba a observarte, llenarme de tu música y sentirme feliz. No pude evitarlo. En pleno crescendo de tu melodía improvisada me levanté y te abracé muy fuerte, así, según estabas sentado sobre el taburete del piano; tú no dejaste de tocar, pero sonreíste. En ese momento vimos cómo la caja se deshinchaba ante nuestros ojos, como si de pronto alguien hubiese hecho vacío dentro de ella. Seguiste sin saber qué contenía. Hora de la muerte: 17:22.